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Mostrando entradas de septiembre, 2012

Ya no

Ya no soy joven. Ya no soy virgen. Ya no soy estudiante. Ya no soy alumno. Ya no me estoy preparando. Ya no soy proyecto. Ya no puedo ser el nueve de Boca. Ya no quiero ser bombero ni astronauta. Ya no voy a ser alto. Ya no voy a ser petiso. Ya no voy a ser niño prodigio. Ya no voy a ser adolescente conflictuado. Ya no me importa a qué altura tengas las tetas, ni si te gusta el rock, el pop o las baladas. Ya no me fijo en las formas. Ya no protesto. Ya no me parece de vida o muerte usar corbata ni si las medias combinan o no con el sweater. Ya no me gusta tu histeria, no me divierte. Ya no tengo tan claro cuál es el bien y cuál es el mal. Ya no les creo. Ya no tengo opiniones formadas. Ya no me preocupa lo que piensen. Ya no quiero que me jodan. Ya no me interesa quedarme despierto. Ya no me drogo. Ya no me divierte emborracharme. Ya no soporto las resacas. Ya no sueño con la ruta. Ya no tengo mochilas sino valijas. Ya no duermo en el piso. Ya no uso el cajón de coca-cola como mesita d...

Pares y nones

El incesto (que no me escuchen) es un tema recurrente en la familia de mi marido. Mi cuñado, un tipo por demás encantador, vive en pareja con su prima hermana Dolores, la hija de la tía Maruca, la que se fue a México a fines de los setenta peleada con el régimen y con toda la familia. Hace años que están juntos y, según los cuentos familiares, la cosa empezó ya de chiquitos cuando se encontraban en lo de la abuela Matilde para las fiestas familiares y desaparecían juntos por horas y horas. Las tremendas discusiones y peleas que hubo entre mi suegro y su padre nunca hicieron otra cosa que unirlos cada vez más, y para la época en que Maruca se tuvo que ir casi con lo puesto y sin tiempo de despedirse dicen que mi cuñado, apenas un púber por entonces, lloraba por semanas. Es así que cuando volvieron a mediados de los ochenta a nadie le asombró demasiado que esos chicos convertidos en jóvenes (y debo reconocer que mi cuñada está bien buena aún hoy, por lo que me imagino lo que debía ser ha...

Separación

Todo empezó casi como un juego. Un día mis oídos se cansaron de escuchar siempre lo mismo y se alejaron junto con mis orejas a buscar no sé qué sonido distinto. Al principio se iban por unos momentos y volvían enseguida, permitiéndome rescatar lo más importante de las conversaciones. Esto no me molestaba (sabido es que no son muchas las palabras verdaderamente necesarias) pero creo que no simpatizaba a mis interlocutores. Yo disimulaba la ausencia de mis oídos poniendo la mejor cara de atención que podía, pero el problema fue que con el tiempo sus desapariciones fueron haciéndose más prolongadas y mi falta de respuestas más notoria, por lo que algunas personas dejaron de dirigirme la palabra. No le presté demasiada atención al asunto hasta que sucedió lo inevitable: mi brazo izquierdo (me pregunto por qué habrá sido justamente él), envidiando la libertad que gozaban mis oídos, se separó un día de mi hombro y recorrió lentamente mi habitación, tanteando los rincones y jugueteando entre...

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El dique

La pared del dique tiene un ancho de veinte metros y un alto de casi doscientos. Si, es verdad, parece un absurdo pero desde el borde de la barandilla hasta el último bulón del fondo hay doscientos metros de altura. Y eso sin contar los metros que los pilotes se clavan en la roca y penetran buscando el centro de la Tierra. La pared es de cemento gris, sin una sola veta de color. Impresiona en la garganta entre las dos laderas, auténtica prótesis que une las montañas creando continuidad donde antes había un tajo, uniendo desde su construcción lo que siempre estuvo separado. El material desnudo contrasta con el verde de las laderas y separa el silencio del lago arriba del ruido del valle abajo. La compuerta pequeña permite el paso de un río que redujo su caudal en homenaje a la creación de energía. El silencio y la tranquilidad dominan la escena hasta que llega Pablito, con su martillito en el bolsillo del mameluco. Es un martillito pequeño, de cabeza de hierro y mango forrado con goma n...

¡Fiesta!

En los mapas muy detallados figura como un pueblo, pero realmente no son más de una docena de casas arracimadas a lo largo de dos o tres callejas. Son unas casuchas bajas, del mismo color del suelo y de las montañas que se ven al fondo de la meseta, tan cercanas, tan inalcanzables. Todo se tiñe del mismo amarillo del sol, que pega duro desde un cielo insoportablemente limpio. Mucho polvo en verano, mucho polvo en invierno, mucho viento todo el año, ninguna lluvia en décadas. Hasta sus habitantes se mimetizaron con el entorno y tienen la piel dorada y correosa, siempre cubierta por una capa de polvo amarillo. Sus ojos rasgados están surcados de arrugas de tanto entrecerrarlos al resplandor. La nariz les aletea despacio, abriendo y cerrando las narinas para filtrar el aire y eliminar el polvo que se les mete hasta la garganta, baja por su esófago e impregna el estómago. Tanto se les mete que el color dorado parece venirles desde adentro de la piel más que de afuera y casi parece que fuer...

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 (tapa 1a edición)  (tapa 2a edición)

Corte

- Debería haberlo sabido. Al menos me tendría que haber imaginado algo. No es que ella no fuera amable habitualmente; no, no es eso. La cosa tiene que ver con el tema en cuestión y con no sentar precedentes y ese tipo de boludeces. Por eso tendría que haberle dicho que no de entrada y sin dar demasiadas explicaciones, sin siquiera pensar en alguna excusa. Ella habría entendido. Seguramente se hubiera enojado, pero habría entendido (el juego es sutil y se desarrolla en muchos frentes). Pero no; como un boludo no me di cuenta y acepté. Hasta me parecía divertido y le dije que bueno, que me cortara el pelo, que la verdad era que lo necesitaba. Y entregué. Antes de empezar me di cuenta que había perdido pero ya no tenía salida. Cuando vi el brillo de sus ojos en el espejo mientras empuñaba las tijeras entendí, pero era tarde. Y ella también lo sabía. Por eso tenía esa mueca que era mucho más que una sonrisa y hablaba de poder y de triunfo. Y no hubo posibilidad de quejas. El corte fue perf...

La obra

Picaron la calle y levantaron los restos. El ajetreo de los obreros confundió por un momento la zona y dio vida a lo que estaba muerto. Los hombres hablaban, reían y trabajaban como si su actividad y su mente no corrieran por los mismos carriles. Se hacían bromas que tenían que ver con sus vidas fuera de la obra; con sus hermanas, novias o equipos de fútbol; con todo lo que no fuera el diario doblar el lomo para conseguir el sustento y no formar parte de la temida legión fantasma. En la tierra roja encontraron los huesos. Nadie preguntó nada aunque muchos entendieron. Entendieron por qué trabajaban de noche y apresurados; entendieron por qué la paga era buena; entendieron por qué la amenaza de despido y proscripción al que abriera la boca; entendieron, en fin, por qué los habían traído de tan lejos en lugar de conchabar a la gente del pueblo. Los huesos se mezclaron mientras la pala sacaba la tierra. Como si fueran escombros, los cargaron en camiones que se alejaron a paso lento. ...

El pez tragón

El pez tragón es un pez que sufre de un apetito desmedido y constante. A veces nada a toda velocidad para poder recorrer la mayor cantidad de kilómetros en busca de algo para comer. Otras veces puede quedarse un montón de horas muy quietito esperando que un cangrejo salga de su cueva para comérselo de un bocado con pinzas y todo; para el pez tragón cualquier esfuerzo es válido si le sirve para conseguir algún alimento. El pez tragón es una especie temida en el fondo del mar. Los demás peces saben que, si bien conviene ser amigo de un pez tragón para que no los coma, estar cerca de ellos siempre es peligroso porque no se sabe cuándo van a olvidar los años de amistad y abrirán sus bocas enormes para devorar a quienes tienen a su lado. Los peces tragones no perdonan ni siquiera a los de su propia especie. Es cierto que entre tragones se comprenden; sólo ellos pueden saber lo que significa el hambre constante. Pero de la comprensión a la clemencia hay una distancia enorme. Si un pez trag...

Germán y la tararira

Germán estaba en un universo blanco. Se movía como borracho, entrecerrando (¿entreabriendo?) sus ojos para tratar de distinguir algo en la claridad que lo cegaba. A su alrededor todo era blanco: el piso, el cielo, el aire; todo blanco y radiante. En realidad, no podía hablarse de piso, cielo y aire; simplemente se encontraba inmerso en un medio absolutamente blanco. Como un pollo dentro del huevo, no existía para él ninguna referencia de espacio o tiempo. Ni adelante ni atrás, ni arriba ni abajo tenían demasiado sentido. Lo que llegaba era exactamente igual a lo que se iba, lo que pasaba, a lo que permanecía; todo era lo mismo en su inmaculado universo blanco. De hecho, nunca tuvo la sensación de que algo realmente sucediera. No sentía hambre ni frío ni calor. No sufría necesidades. No quería. No deseaba. Parecía poder permanecer eterno e inalterable en el seno de la pureza que lo amparaba. Hasta que aprendió a pensar y se angustió. Quiso imaginar cada una de las cosas que podría tener...

Mesas de bar

El joven tomó un sorbo y se limpió la espuma que blanqueó su bigote. Se echó hacia atrás sobre el respaldo y con aire de profesor en clase magistral retomó su relato. - Sentado a la mesa de un bar me enganché a mi primera novia. Tenía catorce años e íbamos a lo que para mí era en ese entonces el paraíso de mi independencia: un fast food donde parábamos y tomábamos milkshake y comíamos hamburguesas y papas fritas. Esa vez, en lugar de sentarnos uno frente al otro nos ubicamos del mismo lado de la mesa y apartados del grupo. No me puedo acordar qué carajo dijo cada uno, pero al final nos dimos un beso y la acompañé a la casa. Me la acuerdo clarito clarito: La mesa estaba revestida con fórmica amarilla, estaba empotrada en la pared y tenía dos bancos largos, uno a cada lado, también revestidos con fórmica. Supuestamente era para cuatro, pero esa vez éramos sólo dos. En las mesas del boliche de la otra cuadra del colegio empecé a tomar cerveza. Nos rateábamos a la mañana temprano y nos ...

Alcides

Alcides está sentado en un banco de la plazoleta de Viamonte y 9 de Julio. El sol de la mañana le pega en la cara triste. Tiene las piernas estiradas y el mentón clavado en el pecho, como si sus ojos quisieran detenerse en cada punto de sus zapatillas. Cada tanto levanta la vista y la fija en alguna ventanilla de los autos que se amontonan en el diario peregrinaje que hace tantos siglos solicitara El General. Su mirada incomoda; habla de una identidad que se esfumó en discursos de político y pensamientos de largo plazo; habla de proyectos y perfiles equivocados. No llora y no pide nada, sólo grita que no entiende y lo grita tan fuerte que quien lo observa sí entiende y debe bajar la vista o hacerse el distraído o pensar por un momento que la línea que separa el adentro del afuera es infinitamente más delgada que el cristal de la ventanilla e infinitamente más profunda que un agujero negro. Alcides cumple con este ritual cada mañana. Por la tarde se mudará a otra plaza y su alma segui...