Picaron la calle y levantaron los restos. El ajetreo de los obreros confundió por un momento la zona y dio vida a lo que estaba muerto. Los hombres hablaban, reían y trabajaban como si su actividad y su mente no corrieran por los mismos carriles. Se hacían bromas que tenían que ver con sus vidas fuera de la obra; con sus hermanas, novias o equipos de fútbol; con todo lo que no fuera el diario doblar el lomo para conseguir el sustento y no formar parte de la temida legión fantasma.
En la tierra roja encontraron los huesos. Nadie preguntó nada aunque muchos entendieron. Entendieron por qué trabajaban de noche y apresurados; entendieron por qué la paga era buena; entendieron por qué la amenaza de despido y proscripción al que abriera la boca; entendieron, en fin, por qué los habían traído de tan lejos en lugar de conchabar a la gente del pueblo.
Los huesos se mezclaron mientras la pala sacaba la tierra. Como si fueran escombros, los cargaron en camiones que se alejaron a paso lento. Tardío cortejo que recorrió las calles del pueblo y se perdió en el cielo oscuro, sin deudos ni lloronas.
A la mañana siguiente la zona estaba limpia. El enorme pozo sorprendió a los habitantes que no esperaban un avance tan veloz en la obra. Una larga fila de aspirantes esperaba para poder incorporarse al trabajo. El pueblo empezó a mirar con simpatía a la obra, que daría sustento a mucha gente y que, cuando estuviera terminada, contribuiría al desarrollo del lugar acercándolo a la gran ciudad. Las risas y las bromas volvieron a escucharse entre los que consiguieron quedar del lado de adentro de la cerca. El resto tuvo que continuar como hasta entonces, aunque con una esperanza menos.
Los días de la obra se hicieron veloces. Los cimientos calaron la tierra que rápidamente olvidó a los muertos; parecía que el cemento era un huésped más apreciado y mejor recibido, que con su peso todo lo tapaba. Se hicieron instalaciones que acercaron el agua potable. Una red de cloacas corrió por la tierra como hace años corrieran los hombres por la superficie, en un intento desesperado e inútil que no pudo evitar su destino seguro. Pronto hubo paredes y piso, colocados con la frialdad y precisión que sólo puede dar la indiferencia.
Los arquitectos visitaban la obra con sus planos de computadora y sus egos de artistas. Corregían rumbos erróneos y explicaban con grandes gestos los pasos futuros. Hablaban de luces y colores, de formas y diseños. Dibujaban con sus palabras la realidad que mansamente se subordinaba a sus diseños, por lo menos a los ojos de la mayoría de los observadores que aprobaban maravillados los progresos de la obra.
Las pocas críticas fueron aplastadas por las topadoras a medida que la obra avanzaba. Sus fundamentos fueron perdiendo consistencia con el paso del tiempo y rápidamente comenzaron a sonar como escritas en castellano antiguo.
Cuando la estructura estuvo terminada llegaron los comerciantes y con ellos los negocios. Un preciso reglamento estableció la manera en que debían acomodarse, cuáles eran las únicas excepciones permitidas y cuánto costaban. Desde que ellos llegaron al pueblo, este reglamento fue cambiando sucesivas veces y nadie puede asegurar a ciencia cierta que su actual configuración sea la definitiva, aunque todos dicen alegrarse por la claridad de su redacción.
Los comerciantes trajeron colores y números; decoradores y mercaderías. Asesores publicitarios llenaron el lugar con sus teléfonos celulares y sus conceptos semióticos y la realidad volvió a acomodarse. Las estructuras y motivaciones de la gente fueron explicadas con precisión infalible y sus reacciones predichas con seguridad impune. La obra se acercaba al momento culminante y todos los participantes mostraban una energía desbordante.
El día de la inauguración vino una banda desde la ciudad y desfilaron los chicos del pueblo. Vestidos de fiesta con delantales nuevos y escarapelas regaladas. Peinados al agua y con sonrisa orgullosa pasaron ante sus padres que festejaban la promesa de un futuro soñado. Habló el intendente y fue ovacionado; habló un funcionario del gobierno central y confirmó lo esperado. Finalmente, las puertas se abrieron y la alegre caravana recorrió las instalaciones haciendo bromas acerca de sus posibles usos. La jornada terminó con una kermesse para la que todo el pueblo contribuyó y un baile en la peña regional alumbrado con lamparitas de colores y amenizado con sonido importado. Las parejitas se armaron y dejaron tras de sí motivos de comentario para el resto del año mientras la noche de fiesta fue transcurriendo veloz hasta transformarse en un día tranquilo.
Pasó poco tiempo y en la ciudad se olvidaron de la obra. A pesar de los evidentes esfuerzos de los comerciantes, el desarrollo de la región no alteró su tranquila quietud de siesta y desesperanza. Recorriendo sus pasillos, los habitantes del pueblo fueron lentamente confundiéndose con los fantasmas que se negaron obstinadamente a desaparecer en el aire junto a los cuerpos que alguna vez les dieron vida. Y el mundo siguió andando.
En la tierra roja encontraron los huesos. Nadie preguntó nada aunque muchos entendieron. Entendieron por qué trabajaban de noche y apresurados; entendieron por qué la paga era buena; entendieron por qué la amenaza de despido y proscripción al que abriera la boca; entendieron, en fin, por qué los habían traído de tan lejos en lugar de conchabar a la gente del pueblo.
Los huesos se mezclaron mientras la pala sacaba la tierra. Como si fueran escombros, los cargaron en camiones que se alejaron a paso lento. Tardío cortejo que recorrió las calles del pueblo y se perdió en el cielo oscuro, sin deudos ni lloronas.
A la mañana siguiente la zona estaba limpia. El enorme pozo sorprendió a los habitantes que no esperaban un avance tan veloz en la obra. Una larga fila de aspirantes esperaba para poder incorporarse al trabajo. El pueblo empezó a mirar con simpatía a la obra, que daría sustento a mucha gente y que, cuando estuviera terminada, contribuiría al desarrollo del lugar acercándolo a la gran ciudad. Las risas y las bromas volvieron a escucharse entre los que consiguieron quedar del lado de adentro de la cerca. El resto tuvo que continuar como hasta entonces, aunque con una esperanza menos.
Los días de la obra se hicieron veloces. Los cimientos calaron la tierra que rápidamente olvidó a los muertos; parecía que el cemento era un huésped más apreciado y mejor recibido, que con su peso todo lo tapaba. Se hicieron instalaciones que acercaron el agua potable. Una red de cloacas corrió por la tierra como hace años corrieran los hombres por la superficie, en un intento desesperado e inútil que no pudo evitar su destino seguro. Pronto hubo paredes y piso, colocados con la frialdad y precisión que sólo puede dar la indiferencia.
Los arquitectos visitaban la obra con sus planos de computadora y sus egos de artistas. Corregían rumbos erróneos y explicaban con grandes gestos los pasos futuros. Hablaban de luces y colores, de formas y diseños. Dibujaban con sus palabras la realidad que mansamente se subordinaba a sus diseños, por lo menos a los ojos de la mayoría de los observadores que aprobaban maravillados los progresos de la obra.
Las pocas críticas fueron aplastadas por las topadoras a medida que la obra avanzaba. Sus fundamentos fueron perdiendo consistencia con el paso del tiempo y rápidamente comenzaron a sonar como escritas en castellano antiguo.
Cuando la estructura estuvo terminada llegaron los comerciantes y con ellos los negocios. Un preciso reglamento estableció la manera en que debían acomodarse, cuáles eran las únicas excepciones permitidas y cuánto costaban. Desde que ellos llegaron al pueblo, este reglamento fue cambiando sucesivas veces y nadie puede asegurar a ciencia cierta que su actual configuración sea la definitiva, aunque todos dicen alegrarse por la claridad de su redacción.
Los comerciantes trajeron colores y números; decoradores y mercaderías. Asesores publicitarios llenaron el lugar con sus teléfonos celulares y sus conceptos semióticos y la realidad volvió a acomodarse. Las estructuras y motivaciones de la gente fueron explicadas con precisión infalible y sus reacciones predichas con seguridad impune. La obra se acercaba al momento culminante y todos los participantes mostraban una energía desbordante.
El día de la inauguración vino una banda desde la ciudad y desfilaron los chicos del pueblo. Vestidos de fiesta con delantales nuevos y escarapelas regaladas. Peinados al agua y con sonrisa orgullosa pasaron ante sus padres que festejaban la promesa de un futuro soñado. Habló el intendente y fue ovacionado; habló un funcionario del gobierno central y confirmó lo esperado. Finalmente, las puertas se abrieron y la alegre caravana recorrió las instalaciones haciendo bromas acerca de sus posibles usos. La jornada terminó con una kermesse para la que todo el pueblo contribuyó y un baile en la peña regional alumbrado con lamparitas de colores y amenizado con sonido importado. Las parejitas se armaron y dejaron tras de sí motivos de comentario para el resto del año mientras la noche de fiesta fue transcurriendo veloz hasta transformarse en un día tranquilo.
Pasó poco tiempo y en la ciudad se olvidaron de la obra. A pesar de los evidentes esfuerzos de los comerciantes, el desarrollo de la región no alteró su tranquila quietud de siesta y desesperanza. Recorriendo sus pasillos, los habitantes del pueblo fueron lentamente confundiéndose con los fantasmas que se negaron obstinadamente a desaparecer en el aire junto a los cuerpos que alguna vez les dieron vida. Y el mundo siguió andando.