La pared del dique tiene un ancho de veinte metros y un alto de casi doscientos. Si, es verdad, parece un absurdo pero desde el borde de la barandilla hasta el último bulón del fondo hay doscientos metros de altura. Y eso sin contar los metros que los pilotes se clavan en la roca y penetran buscando el centro de la Tierra. La pared es de cemento gris, sin una sola veta de color. Impresiona en la garganta entre las dos laderas, auténtica prótesis que une las montañas creando continuidad donde antes había un tajo, uniendo desde su construcción lo que siempre estuvo separado. El material desnudo contrasta con el verde de las laderas y separa el silencio del lago arriba del ruido del valle abajo. La compuerta pequeña permite el paso de un río que redujo su caudal en homenaje a la creación de energía. El silencio y la tranquilidad dominan la escena hasta que llega Pablito, con su martillito en el bolsillo del mameluco. Es un martillito pequeño, de cabeza de hierro y mango forrado con goma negra, para que no se resbale de su mano. Entonces Pablito se acerca a la pared y trata de clavar un clavito. Parece difícil, al principio la punta de acero ni raspa la superficie de cemento, pero al tercer golpe de martillo entra y se clava fácil hasta el fondo. La pared de cemento parece ignorar que Pablito clavó un clavito, hasta que empieza a subir la rajadura. Al principio lenta y con algunas gotitas que se filtran. Al instante se extiende veloz en todas direcciones, como una telaraña que nace desde el clavito en el centro y se expande sin control. En un segundo, la muralla de doscientos metros de gris parejo muestra miles de rajaduras en toda su superficie. Entonces parece que el dique lo piensa un instante en el que todo se detiene y sólo se escucha el ruido de la telaraña que crece en sus entrañas. El valle se queda expectante. No se escucha a los pájaros ni a los ciervos. No vuelan los insectos. El mundo se detiene y la muralla estalla en mil pedazos, con la fuerza de millones de litros de agua liberada que retoma su cauce de siglos, olvidando en algunos minutos la absurda retención impuesta para fabricar energía controlada. La mamá de Pablito no lo retó porque ella le había regalado el martillo y los clavos. Los peces festejaron. Los pájaros no.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...