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Pares y nones

El incesto (que no me escuchen) es un tema recurrente en la familia de mi marido. Mi cuñado, un tipo por demás encantador, vive en pareja con su prima hermana Dolores, la hija de la tía Maruca, la que se fue a México a fines de los setenta peleada con el régimen y con toda la familia. Hace años que están juntos y, según los cuentos familiares, la cosa empezó ya de chiquitos cuando se encontraban en lo de la abuela Matilde para las fiestas familiares y desaparecían juntos por horas y horas. Las tremendas discusiones y peleas que hubo entre mi suegro y su padre nunca hicieron otra cosa que unirlos cada vez más, y para la época en que Maruca se tuvo que ir casi con lo puesto y sin tiempo de despedirse dicen que mi cuñado, apenas un púber por entonces, lloraba por semanas. Es así que cuando volvieron a mediados de los ochenta a nadie le asombró demasiado que esos chicos convertidos en jóvenes (y debo reconocer que mi cuñada está bien buena aún hoy, por lo que me imagino lo que debía ser hace veinte años) empezaran a noviar enseguida, primero a escondidas de casi todos (parece que Maruca siempre lo supo) y después a la vista de toda la familia que no se inquietó demasiado. Es que el abuelo Luis, abuelo de mi marido por parte de su madre, llegó de Italia con su hermana embarazada de mellizos supuestamente por un pretendiente del pueblo que quedó en Calabria y con la que vivió toda su vida, criando a mi suegra y a Maruca como si fueran sus hijas (y de hecho se le parecían bastante, aunque claro, siendo hermano de su madre era lógico que se le parecieran). Como ni el abuelo Luis ni su hermana nunca se casaron, siguieron juntos toda la vida, por lo que para la época en que yo conocí a mi marido me parecían un matrimonio hecho y derecho y tardé bastante en enterarme que eran hermanos. Se trataban con la distancia y el cariño que dan la convivencia de años, discutiendo por zonceras y acompañándose en los momentos buenos y malos. Tanto se acompañaron que hasta murieron casi juntos, en silencio y con diferencia de pocos meses, yéndose como sin molestar y eso que ella era bastante ruidosa.
Por el lado de mi suegro la cosa no es tan distinta tampoco. Familia de las más tradicionales, con diez o más generaciones en Argentina, tienen varios cruces que nadie se molesta mucho en explicar. El primer abuelo Pérez (en esa época todavía no eran Pérez Gómez) estaba casado con su prima Carmencita, que llegó de España justamente para la boda que había sido convenida por sus padres unos cuantos años atrás. Carmencita era bastante más joven que su marido y los chusmeríos familiares hablan de algunos amores furtivos con el menor de sus cuñados, Don Joaquín Pérez. Algunos dicen que Don Joaquín aparentemente algo tuvo que ver en la muerte repentina de su hermano mayor por la que heredó la casa de San Luis a la que se mudó a vivir, permitiendo que la viuda se quedara también en la casa junto con sus hijos. Por más que ya pasaron cientos de años, este tema sigue molestando a mi suegro y cada vez que se lo menciona se limita a levantar sus cejas y poner expresión de “quién lo sabe...”.
La nieta de Carmencita, Felicitas Pérez, algo así como la oveja negra de la familia, se casó con un soldado de quien enviudó dos años antes de tener a su hijo Luis, niño que fue anotado con el apellido de su madre. Acerca del padre del pequeño Luis, la familia de mi suegro nunca quiso hacer ningún comentario por lo que el secreto murió con la pobre Carmencita, que fue confinada por la familia a vivir con sus hermanas en la vieja casa de San Luis. Luis Pérez tuvo cinco hijos con su esposa y otros ocho con dos mujeres distintas con las que pasaba algunos días cada vez que se aburría de la vida en casa. A todos les dio su apellido pero sólo los matrimoniales tuvieron acceso a su herencia, por lo que hay dos ramas de la familia Pérez que tienen bastantes problemas ante la sola mención de su nombre. Ahora, sobre esto jamás escuché que mi suegro tuviera algún motivo de queja; parece que toda la familia está mucho más dispuesta a la indulgencia con las correrías del bueno de Luis que con las de su madre. Tal vez sea simple machismo o tal vez el hecho de que sea el propio Luis Pérez el responsable del crecimiento económico de la familia, consiguiendo las tierras que formaron la estancia de la que vivieron las siguientes cinco generaciones de Pérez Gómez (el Gómez es el apellido de la mujer de su hijo mayor, familia que aportó otro buen pedazo de tierra y el saladero que dio origen al frigorífico) ha contribuido bastante para que nadie lo juzgue, aunque nunca se sabe.
Las hijas matrimoniales de Luis siguieron el camino de su abuela aunque ellas por decisión propia. Ninguna de las tres quiso casarse nunca, por lo que vivieron toda su vida juntas en la casa de San Luis y fueron las que criaron a Alfredo, el menor de los hijos de Luis cuando sus padres murieron en una emboscada durante un viaje a Buenos Aires.
Otro con sus historias es el abuelo Francisco, el bisnieto de Luis y sobrino de Alfredo, que se casó con una de las descendientes del abuelo Luis pero por la rama extramatrimonial, la abuela Elvira. Si bien las dos familias se detestaban, San Luis funcionó como un pueblo chico y no podía dejar de suceder que la típica historia del romance contra la tradición familiar floreciera entre los dos Pérez, aunque Francisco ya era a esa altura Pérez Gómez. Francisco y Elvira son los abuelos del abuelo de mi marido y su retrato está en la biblioteca de la casa de San Luis. A pesar de la solemnidad de la pose, tienen cara de haberse divertido bastante. Creo que es por esa expresión entre risueña y cómplice en medio de las circunstancias que son los parientes favoritos de mi marido y probablemente uno de los pocos retratos que recibe de vez en cuando una mirada cariñosa.
Seguramente por toda esta historia es que a ellos no les preocupó demasiado lo que pasó, mientras que a mi familia.... Cuando mamá conoció a mi marido, yo ya tenía dieciséis años y la cabeza bastante alocada. Al principio no le di ni cinco de bola, y cuando digo al principio me refiero a los cinco primeros años. La verdad es que lo empecé a mirar con un poco de interés cuando me separé de Cristian, el chico con el que viví desde los diecinueve hasta los veintiuno. Por esa época Juan, que hoy es mi marido aunque nunca nos hayamos casado, ya empezaba a llevarse mal con mi mamá y su separación se hacía inminente. Y ojo, no lo estoy diciendo para justificar nada pero es la pura verdad, reconocida por todos los que los conocían. Pero Juan siempre fue débil con las mujeres y siempre tuvo lástima por la enfermedad de mamá. Y ella la explotaba, y cuanto peor se llevaban, más enferma parecía hasta que se metía en la cama con aire de moribunda y él otra vez a su lado y a cuidarla y protegerla. Por eso hizo falta que yo la ayudara con las pastillas, porque enfrentarse a una mujer sólo es posible para otra mujer. A mi no me iba a correr con el jueguito de la lástima. Claro, en mi familia dicen que este tipo de cosas pasan sólo en esta época, pero yo me río, y pienso en la casa de San Luis y en los retratos de un montón de gente que a lo largo de los siglos sólo obedeció a lo que le surgía de adentro, sin importarle lo que dijeran todos los que se oponían a su amor. Como yo, cuando preparé la sopa con cincuenta pastillas de Valium para terminar con el sufrimiento de mi madre y comenzar con la felicidad de mi marido.




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