Ir al contenido principal

Alcides

Alcides está sentado en un banco de la plazoleta de Viamonte y 9 de Julio. El sol de la mañana le pega en la cara triste. Tiene las piernas estiradas y el mentón clavado en el pecho, como si sus ojos quisieran detenerse en cada punto de sus zapatillas. Cada tanto levanta la vista y la fija en alguna ventanilla de los autos que se amontonan en el diario peregrinaje que hace tantos siglos solicitara El General. Su mirada incomoda; habla de una identidad que se esfumó en discursos de político y pensamientos de largo plazo; habla de proyectos y perfiles equivocados. No llora y no pide nada, sólo grita que no entiende y lo grita tan fuerte que quien lo observa sí entiende y debe bajar la vista o hacerse el distraído o pensar por un momento que la línea que separa el adentro del afuera es infinitamente más delgada que el cristal de la ventanilla e infinitamente más profunda que un agujero negro.
Alcides cumple con este ritual cada mañana. Por la tarde se mudará a otra plaza y su alma seguirá ausente, clavada en algún punto de la historia en el que Alcides servía para algo. Hace ya mucho tiempo que está sin trabajo y su problema no es por la crisis de alguna fábrica o por una circunstancia especial. Su problema es que su trabajo simplemente desapareció; se desvaneció; se disolvió en algo que alguien llamó reconversión y que determinó que de la noche a la mañana Alcides pasara de ser operario calificado a inútil todo servicio; de Alcides a una cuotaparte del fantasma de una estadística trágica.
Alguna vez pensó en suicidarse, pero ya no tiene esperanzas ni siquiera en la muerte. Además, para matarse necesitaría estar vivo y Alcides nunca fue muy bueno para resolver paradojas. Simplemente se deja morir de a poco, como dándose el tiempo que la sociedad no le dio para permitirle seguir vivo. Sus ropas van perdiendo el color original para tomar el ratón de la miseria. Sus manos, otrora hábiles y veloces, hoy parecen incapaces de pelar un caramelo. Su rostro lentamente se va petrificando en una única expresión; en aquella que habla de tristeza y que pide explicaciones que ningún sociólogo podrá darle porque las sociedades no hablan para gente como Alcides. Alcides irá mutando lentamente hasta convertirse en un linyera, mientras su mente ajena a todo proceso de cambio continuará preguntándose dónde quedó su vida.




Entradas populares de este blog

El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se...