Todo empezó casi como un juego. Un día mis oídos se cansaron de escuchar siempre lo mismo y se alejaron junto con mis orejas a buscar no sé qué sonido distinto. Al principio se iban por unos momentos y volvían enseguida, permitiéndome rescatar lo más importante de las conversaciones. Esto no me molestaba (sabido es que no son muchas las palabras verdaderamente necesarias) pero creo que no simpatizaba a mis interlocutores. Yo disimulaba la ausencia de mis oídos poniendo la mejor cara de atención que podía, pero el problema fue que con el tiempo sus desapariciones fueron haciéndose más prolongadas y mi falta de respuestas más notoria, por lo que algunas personas dejaron de dirigirme la palabra.
No le presté demasiada atención al asunto hasta que sucedió lo inevitable: mi brazo izquierdo (me pregunto por qué habrá sido justamente él), envidiando la libertad que gozaban mis oídos, se separó un día de mi hombro y recorrió lentamente mi habitación, tanteando los rincones y jugueteando entre los libros. La mano se desprendió a su vez y corrió a abrazar al codo, de quien se había enamorado sin conocerlo hacía ya muchos años. Fue la señal. Rápidamente mis piernas se separaron y se declararon en huelga, cansadas de soportar todo el peso la mayor parte del tiempo. Los dedos de mis pies hacían rondas y corrían por todos los lugares de la casa que siempre les habían resultado inalcanzables o prohibidos y mis rodillas se negaron a volver a doblarse. Los dedos de mi mano derecha se mudaron a vivir al sostén de mi vecina, sin dudas un lugar mucho más acogedor que mis bolsillos. Tras ellos partió mi boca, que se coló en una estación de radio y se divertía babeando micrófonos y filtrando sonidos en las transmisiones. Luego fue mi nariz y más tarde mis ojos y así todos y cada uno de los elementos de mi ser empezaron a independizarse.
Todas mis partes se reunían en determinados momentos, sobre todo a la hora de comer ya que dependían unas de otras para poder alimentarse, y volvían a separarse inmediatamente después, perdiéndose por la ciudad. Pero pronto empezaron a faltar a las reuniones y la subsistencia del conjunto empezó a comprometerse. Un día fue mi garganta, al siguiente mi humor, al tercero las costillas y pronto todos dejaron de venir, como si hubieran perdido por completo el interés por reencontrarse.
Al principio la situación parecía interesante. Podía vivir infinitas experiencias simultáneamente (qué palabras espantosas surgen a veces) y ninguna llegaba a involucrarme por completo, pero no tardó en suceder que me viera acusado de haber cometido distintos hechos que desconocía y de los que tal vez sólo fuera responsable alguna parte de mí. Promesas de amor que formulara mi corazón sin comunicarle a mi memoria, compromisos que contrajera mi estómago sin que mi espalda pudiera soportar y puntos de vista que alcanzaban mis ojos sin que la cabeza pudiera sostenerlos se hicieron cosas de todos los días y la gente comenzó a evitarme. No me invitaban a las reuniones, perdí mi trabajo y mi familia me ignoraba.
Y entonces volviste. Y con vos volvieron todos (como si hiciera falta aclararlo).
No le presté demasiada atención al asunto hasta que sucedió lo inevitable: mi brazo izquierdo (me pregunto por qué habrá sido justamente él), envidiando la libertad que gozaban mis oídos, se separó un día de mi hombro y recorrió lentamente mi habitación, tanteando los rincones y jugueteando entre los libros. La mano se desprendió a su vez y corrió a abrazar al codo, de quien se había enamorado sin conocerlo hacía ya muchos años. Fue la señal. Rápidamente mis piernas se separaron y se declararon en huelga, cansadas de soportar todo el peso la mayor parte del tiempo. Los dedos de mis pies hacían rondas y corrían por todos los lugares de la casa que siempre les habían resultado inalcanzables o prohibidos y mis rodillas se negaron a volver a doblarse. Los dedos de mi mano derecha se mudaron a vivir al sostén de mi vecina, sin dudas un lugar mucho más acogedor que mis bolsillos. Tras ellos partió mi boca, que se coló en una estación de radio y se divertía babeando micrófonos y filtrando sonidos en las transmisiones. Luego fue mi nariz y más tarde mis ojos y así todos y cada uno de los elementos de mi ser empezaron a independizarse.
Todas mis partes se reunían en determinados momentos, sobre todo a la hora de comer ya que dependían unas de otras para poder alimentarse, y volvían a separarse inmediatamente después, perdiéndose por la ciudad. Pero pronto empezaron a faltar a las reuniones y la subsistencia del conjunto empezó a comprometerse. Un día fue mi garganta, al siguiente mi humor, al tercero las costillas y pronto todos dejaron de venir, como si hubieran perdido por completo el interés por reencontrarse.
Al principio la situación parecía interesante. Podía vivir infinitas experiencias simultáneamente (qué palabras espantosas surgen a veces) y ninguna llegaba a involucrarme por completo, pero no tardó en suceder que me viera acusado de haber cometido distintos hechos que desconocía y de los que tal vez sólo fuera responsable alguna parte de mí. Promesas de amor que formulara mi corazón sin comunicarle a mi memoria, compromisos que contrajera mi estómago sin que mi espalda pudiera soportar y puntos de vista que alcanzaban mis ojos sin que la cabeza pudiera sostenerlos se hicieron cosas de todos los días y la gente comenzó a evitarme. No me invitaban a las reuniones, perdí mi trabajo y mi familia me ignoraba.
Y entonces volviste. Y con vos volvieron todos (como si hiciera falta aclararlo).