En los mapas muy detallados figura como un pueblo, pero realmente no son más de una docena de casas arracimadas a lo largo de dos o tres callejas. Son unas casuchas bajas, del mismo color del suelo y de las montañas que se ven al fondo de la meseta, tan cercanas, tan inalcanzables. Todo se tiñe del mismo amarillo del sol, que pega duro desde un cielo insoportablemente limpio. Mucho polvo en verano, mucho polvo en invierno, mucho viento todo el año, ninguna lluvia en décadas. Hasta sus habitantes se mimetizaron con el entorno y tienen la piel dorada y correosa, siempre cubierta por una capa de polvo amarillo. Sus ojos rasgados están surcados de arrugas de tanto entrecerrarlos al resplandor. La nariz les aletea despacio, abriendo y cerrando las narinas para filtrar el aire y eliminar el polvo que se les mete hasta la garganta, baja por su esófago e impregna el estómago. Tanto se les mete que el color dorado parece venirles desde adentro de la piel más que de afuera y casi parece que fueran a desmembrarse en el viento y reducirse en instantes a polvo con que sólo por un momento el viento fuera más poderoso que lo habitual. Son los hombres polvo del poblado perdido, enclavados en la meseta que se eleva a más de cuatro mil metros, que caminan lento y hablan poco, pero que se ríen con ganas cuando, reunidos todos al comienzo de la línea de casas, ven crecer la figura de la camioneta que se acerca devorando los últimos metros del trazado que los viejos del lugar llaman camino. La verdad es que ya hace más de dos horas que la vieron venir, levantando una nube allá abajo. Tuvieron tiempo de seguir con sus rutinas para después acercarse de a poco, juntándose todos para el acontecimiento. Viejos, adultos y chicos esperan y ríen en festejo contenido, mostrando sus bocas de pocos dientes y lenguas pastosas por el polvo. Ríen y se hacen bromas, presagiando la fiesta que vendrá cuando la camioneta llegue definitivamente y estacione en el pueblo, frente a la casita del banco.
Alguna vez se le había ocurrido a un gerente de marketing inspirado que podía ser una excelente imagen para el banco el abrir sucursales en pueblos ignotos y miserables, a los que un empleado llegaría cada tres meses para atender en un día o dos todas las transacciones necesarias. El banco tenía entre sus folletos de venta grandes fotos de estas sucursales en las que los pobladores sonreían felices rodeando al apuesto empleado que les acercaba el maravilloso mundo de las finanzas con todos sus adelantos. Apuesto en las imágenes publicitarias, el hombre que venía disfrutando del aire acondicionado en la camioneta era en realidad un empleado obeso y sudoroso que maldecía su suerte con cada kilómetro que se acercaba a la aldea invisible. De camisa y corbata, manejaba con desesperación como tratando de darle prisa al mal trago mientras recordaba con odio a su predecesor y empezaba a comprender por qué se había esfumado después del último viaje, sin siquiera pasar a saludar por la casa central. -El turro ni siquiera se tomó la molestia de devolver la camioneta y la dejó en el destacamento de policía para que la pasen a retirar.- pensaba y aceleraba más. –Se hartó de comer polvo, se rajó y me engrampó con el polvo a mi.- se dijo y pisó a fondo, levantando una nube espesa detrás del vehículo rugiente.
Cuando por fin llegó al caserío clavó los frenos para no atropellar a los chicos que jugaban en el medio de la calle, si es que podía llamarse calle a la franja de tierra que quedaba en medio de las dos líneas de casas. Se sorprendió de encontrarse con todos los pobladores reunidos (no eran más que unos veinte) con sus elementos de labranza en mano y que parecieron enloquecer de alegría al ver bajar de la camioneta a su silueta rechoncha. El contraste era realmente chocante. La obesidad del empleado resultaba francamente obscena ante la “multitud” que, en piel y hueso lo vitoreaba al descender y encaminarse llave en mano a la sucursal. Detrás de él las mujeres comentaban en voz baja con risitas nerviosas y los hombres se codeaban y palmeaban con sincera alegría. Hasta los chicos lo señalaban y reían. –Evidentemente, cada llegada de un empleado del banco es el acontecimiento de meses para esta gente.- pensó con orgullo mientras abría la puerta. Su sospecha se confirmó cuando vio por el rabillo del ojo la mesa preparada al final de las casas como para que el pueblo entero se reuniera a comer. –Esta noche hay fiesta.- se dijo. Y, por una vez en la vida, estaba en lo cierto.
Toda la oficina estaba cubierta de polvo, a pesar de haber permanecido cerrada por tres meses. El pequeño escritorio, la caja, la terminal donde cargar la información, todo tenía una cubierta espesa del mismo polvo amarillo que parecía pegado a la piel de los pobladores y que el empleado empezó a percibir en su garganta en cuanto puso un pie fuera de la camioneta. Resoplando fastidio sacó una llave pequeña con la que abrió la gaveta que había detrás del escritorio y tomó de ella un plumero con el que se dedicó a sacudir el polvo de los muebles, haciéndolo volar por algunos instantes para volver a depositarse en otro lugar de la misma estancia. Cuando hubo cambiado de lugar el polvo de toda la oficina y ya cansado de toser se colocó detrás de su escritorio, abrió su portafolios, tomó los papeles y sonrió al hombre que encabezaba la fila de impacientes habitantes. – Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo? No alcanzó a terminar la frase cuando recibió de su cliente un tremendo palazo que le partió la mandíbula y lo arrojó un metro atrás con silla y todo. Detrás del primer cliente aparecieron tres hombres más armados con garrotes que comenzaron a golpearlo mientras todos los pobladores gritaban y reían con excitación creciente.- ¡Fiesta!¡Fiesta! ¡Hoy hay carne! Gritaban los chicos en la calle, mientras las mujeres avivaban el fuego del enorme asador instalado al fondo del poblado, junto a la mesa de fiesta. -Hoy hay carne, y por una semanas jamón.- decían los más viejos relamiéndose, recordando con sorna la magra figura que había engalanado el banquete anterior.
Alguna vez se le había ocurrido a un gerente de marketing inspirado que podía ser una excelente imagen para el banco el abrir sucursales en pueblos ignotos y miserables, a los que un empleado llegaría cada tres meses para atender en un día o dos todas las transacciones necesarias. El banco tenía entre sus folletos de venta grandes fotos de estas sucursales en las que los pobladores sonreían felices rodeando al apuesto empleado que les acercaba el maravilloso mundo de las finanzas con todos sus adelantos. Apuesto en las imágenes publicitarias, el hombre que venía disfrutando del aire acondicionado en la camioneta era en realidad un empleado obeso y sudoroso que maldecía su suerte con cada kilómetro que se acercaba a la aldea invisible. De camisa y corbata, manejaba con desesperación como tratando de darle prisa al mal trago mientras recordaba con odio a su predecesor y empezaba a comprender por qué se había esfumado después del último viaje, sin siquiera pasar a saludar por la casa central. -El turro ni siquiera se tomó la molestia de devolver la camioneta y la dejó en el destacamento de policía para que la pasen a retirar.- pensaba y aceleraba más. –Se hartó de comer polvo, se rajó y me engrampó con el polvo a mi.- se dijo y pisó a fondo, levantando una nube espesa detrás del vehículo rugiente.
Cuando por fin llegó al caserío clavó los frenos para no atropellar a los chicos que jugaban en el medio de la calle, si es que podía llamarse calle a la franja de tierra que quedaba en medio de las dos líneas de casas. Se sorprendió de encontrarse con todos los pobladores reunidos (no eran más que unos veinte) con sus elementos de labranza en mano y que parecieron enloquecer de alegría al ver bajar de la camioneta a su silueta rechoncha. El contraste era realmente chocante. La obesidad del empleado resultaba francamente obscena ante la “multitud” que, en piel y hueso lo vitoreaba al descender y encaminarse llave en mano a la sucursal. Detrás de él las mujeres comentaban en voz baja con risitas nerviosas y los hombres se codeaban y palmeaban con sincera alegría. Hasta los chicos lo señalaban y reían. –Evidentemente, cada llegada de un empleado del banco es el acontecimiento de meses para esta gente.- pensó con orgullo mientras abría la puerta. Su sospecha se confirmó cuando vio por el rabillo del ojo la mesa preparada al final de las casas como para que el pueblo entero se reuniera a comer. –Esta noche hay fiesta.- se dijo. Y, por una vez en la vida, estaba en lo cierto.
Toda la oficina estaba cubierta de polvo, a pesar de haber permanecido cerrada por tres meses. El pequeño escritorio, la caja, la terminal donde cargar la información, todo tenía una cubierta espesa del mismo polvo amarillo que parecía pegado a la piel de los pobladores y que el empleado empezó a percibir en su garganta en cuanto puso un pie fuera de la camioneta. Resoplando fastidio sacó una llave pequeña con la que abrió la gaveta que había detrás del escritorio y tomó de ella un plumero con el que se dedicó a sacudir el polvo de los muebles, haciéndolo volar por algunos instantes para volver a depositarse en otro lugar de la misma estancia. Cuando hubo cambiado de lugar el polvo de toda la oficina y ya cansado de toser se colocó detrás de su escritorio, abrió su portafolios, tomó los papeles y sonrió al hombre que encabezaba la fila de impacientes habitantes. – Buenos días, ¿en qué puedo ayudarlo? No alcanzó a terminar la frase cuando recibió de su cliente un tremendo palazo que le partió la mandíbula y lo arrojó un metro atrás con silla y todo. Detrás del primer cliente aparecieron tres hombres más armados con garrotes que comenzaron a golpearlo mientras todos los pobladores gritaban y reían con excitación creciente.- ¡Fiesta!¡Fiesta! ¡Hoy hay carne! Gritaban los chicos en la calle, mientras las mujeres avivaban el fuego del enorme asador instalado al fondo del poblado, junto a la mesa de fiesta. -Hoy hay carne, y por una semanas jamón.- decían los más viejos relamiéndose, recordando con sorna la magra figura que había engalanado el banquete anterior.