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Perder el tiempo

 Hace tiempo que pierdo el tiempo pero no lo pierdo como lo perdía hace tiempo. No lo pierdo como cuando mis viejos se enojaban porque me iba de joda en lugar de estudiar o cuando por un partido de lo que fuera, colocado en horario poco conveniente, dejaba de lado toda obligación más o menos seria. O sea, no es que pierdo el tiempo de manera figurada, haciendo nada productivo pero en un ocio más o menos divertido. No no; no es eso. Hace tiempo que pierdo literalmente el tiempo, aunque esté todo el tiempo haciendo algo. Y no es que crea que alguien pueda ser totalmente dueño de su tiempo; no, no es eso. Yo también tengo claro que no siempre uno es dueño de sus momentos; pero una cosa es no ser totalmente dueño y otra muy distinta es que, de repente y sin que siquiera lo notes, tu tiempo desaparezca por completo de tu vista y no tengas ni siquiera un pequeño registro de su paso. Y es que esto es exactamente lo que me pasa hace tiempo: no tengo ni siquiera un pequeño registro de a dón...

Sobrevalorado

 —El sexo está sobrevalorado, muy sobrevalorado. Y no digo el nuestro, cada vez que cogimos. No, lo digo en general. La humanidad entera ha sobrevalorado al sexo. Desde siempre. Bah, no sé si desde siempre, pero seguro que desde hace miles de años, desde que los sacerdotes se reservaban a las vírgenes y les inventaban poderes sobrenaturales, desde que se pintaban y grababan escenas sexuales en piezas de alfarería, desde que se justificaban guerras por el rapto de alguna mina, en fin, desde que el mundo es mundo el sexo está absolutamente sobrevalorado. Y te aclaro, antes de que pongas esa carita y empieces a revolear los ojos, no digo que yo no lo disfrute. No no, no digo eso. Lo que digo es que no se puede creer lo que las personas están dispuestas a hacer por un polvo, lo que ponen en juego, lo vulnerables que se vuelven, lo que arriesgan a todo nivel, inclusive al más elemental nivel físico. ¿Te diste cuenta lo desprotegida que queda una persona mientras coge? ¿Te pusiste a pens...

Procrastinar

No es que nadie le hubiera preguntado nada, pero sonrió y empezó a hablar con naturalidad: —Todo empezó en la facultad, dejando de dar los finales en el momento en que terminaba las cursadas y pensando que era mejor prepararlos en fechas posteriores. Así se me fueron acumulando materias y años de cursada y llegó un punto en que terminar la carrera se hacia dificultoso, sin horizonte claro, casi imposible. En ese entonces un amigo me contó que había una oportunidad para entrar a un barco mercante, que estaban buscando marineros y que lo único que requerían era tener ganas de trabajar. Y fui, era realmente una salida casi ideal, unos meses embarcado y fuera literalmente de todo mi mundo, sin contacto con nadie conocido y, fundamentalmente, sin contacto con Marita. Hacía tiempo que pensaba en terminar la relación, pero por una cosa u otra no lo concretaba e irme por “razones de trabajo” era una forma impecable de salir, de tomar aire, de refrescar la cabeza y, de paso, darle tiempo a ella...

Y un día te encontrás

Y un día te encontrás cenando con tu pareja en tu casa y la conversación se arrastra lenta y pesada como una gota gigantesca, una burbuja de plomo líquido pero frio que rola densa sobre un campo lleno de intersticios y orificios y desvíos y meandros y obstáculos y empezás a ver la situación y te das cuenta de que te ves a vos mismo pero no sos vos y hay un hombre con tu cara y tus gestos que está sentado a esa mesa y contesta con monosílabos, o no, tal vez sean frases largas y grandilocuentes pero no podés precisarlo, no terminás de entender lo que hablan pero sí sabés que no sos vos, que no podés ser vos porque vos estás a doscientos kilómetros de ahí, observando la escena pero sin escuchar lo que dicen porque lo que dicen hace años que dejó de ser lo que tenés ganas de escuchar y entonces pensás en esa mancha pequeña que hay en el mantel, esa mancha amarilla con forma de lengua o de lagartija sin patas o de dragón, sí, eso, de dragón chino, sin alas pero volador y amarillo y tornasol...

Series VIII

—¿Y si un día nos toca ganar? No digo una cosita de nada. No digo un empate en el último minuto. No no, digo… ¿y si un día nos toca ganar en serio, con lujos, moños y firuletes? Imagínense lo que sería si un día nos toca a nosotros, si por una vez los planetas se alinean, la taba cae de cara y la caprichosa suerte nos pega un flor de chupón, de esos que te sacuden hasta el fondo del alma. Porque nosotros también tenemos derecho y alguna vez nos puede tocar, ¿o no? Hace siglos, milenios que lo venimos mereciendo. ¿Y si un día nos toca? ¿Si por una vez, aunque sea por error el premio es para nosotros? ¡Qué fiesta sería ese día! Haríamos sonar las cornetas de la alegría y cantaríamos y bailaríamos como si nunca hubiéramos cantado y bailado. Y las multitudes saldrían a las calles sin que nadie pueda explicarlas ni contenerlas y la fiesta estallaría en cada barrio, en cada plaza, en cada casa. Y los músicos espontáneos sonarían sus instrumentos con las melodías más alegres y contagiosas, la...

El Cacho y el Ángel

Son las once de la noche y el Cacho ladra. Hace ya una semana que cumple con ese ritual. Todas las luces están apagadas, la casa en silencio con sólo la respiración difícil de Carlitos resonando pálida desde su habitación y el Cacho empieza a ladrar. Se para frente a la puerta de calle y ladra con furia, como si le estuviera advirtiendo a alguien que no entre. A alguien o a algo. Fueron varias las noches que Papá se levantó para ver que pasaba y no encontró nada, sólo la furia del perro apuntando a la puerta. Y no es el clásico perro ladrador. El Cacho es más bien tranquilo y haragán, de esos mastines que se imponen más por presencia que por agresividad, el compañero de juegos ideal para todos, que hasta podíamos subir a Carlitos a su lomo sin que se le altere un músculo. Es que con Carlitos tiene absoluta devoción. Desde el mismo momento que Mamá quedó embarazada El Cacho empezó a cuidar al pequeño por nacer y no se apartaba de Mamá mientras ella estaba en casa. Al principio creímos q...

Alas en la espalda

Corre en zigzag. Se refugia en un pórtico. Mira hacia atrás y no lo ve, pero sabe que ahí debe estar; lo siente, lo sufre. Sale otra vez y corre hasta el árbol, pega la espalda al tronco y vuelve a mirar hacia todos lados. Su actitud llama la atención de los que caminan por esa vereda, pero no le importa, sólo puede estar atento al peligro que lo acecha como todos los días. Sabe que tiene que seguir, aunque cada vez se le haga más difícil. Sabe que no puede volver a su casa, que no puede volver a pedir el día sin un argumento convincente. Sabe que su jefe ya lo tiene en la mira, que no va a perdonarle otra. Sabe que ni siquiera puede darse el lujo de volver a llegar tarde. Se despega del árbol y corre a toda velocidad para tratar de llegar hasta la esquina, para refugiarse en la parada de colectivos, pero enseguida escucha el aleteo que se acerca y no necesita darse vuelta para que en la cara le explote el horror. A su lado ve su sombra correr con alas en su espalda mientras siente com...

Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se...

Alma en pena

Mi alma está dudando. Debería haberse ido, pero está dudando. Se suponía que no iba a pasar del martes a la noche, que ya no tenía ningún motivo para quedarse, pero está dudando. Se separó de mi cuerpo, se alejó unos metros o unos minutos o unas horas, no es muy clara la diferencia, y cuando nada lo hacía pensar como posible empezó a dudar. No sabía muy bien si irse o quedarse. Tampoco sabía muy bien si es que realmente estaba, si eso que le pasaba era estar en algún lado, en algún momento, en algún lugar. ¿Es que acaso eso era lo que llamaban limbo? ¿Es que acaso debía aceptar que lo del paraíso y el infierno era cierto y entonces también era cierto lo del limbo, que hay un lugar o un momento o un algo donde se estacionan y se quedan los que dudan, los que no son ni una cosa ni la otra, los que no se pueden clasificar ni etiquetar? Mi alma no parece saber las respuestas, pero se detuvo a dudar y me mira, no sabe si debe quedarse o irse, si soy yo, si valgo la pena. Eso, eso es precisa...

Esculturas de papa

 Empezó a esculpir cuando era muy chiquita. Nadie sabe la edad exacta, pero en algún momento se estableció como una habilidad especial o, como pareció darse por sentado después, como su habilidad especial. Las primeras figuras fueron en plastilina, pequeños monigotes que representaban seres vistos o imaginados, animales, personas y criaturas extrañas a las que le ponía historias y vidas que muchas veces no salían más allá de sus pensamientos, apenas un pequeño balbuceo inentendible y sólo audible a unos centímetros de distancia. Con el tiempo las historias crecieron con ella, su habilidad se perfeccionó y los materiales se hicieron más sofisticados. De la plastilina a la arcilla, de la arcilla a la madera y de la madera a la piedra, pasando por varias etapas intermedias en las que esculpía figuras con materiales que originariamente no habían sido pensados para ello, con deshechos, con descartes, con fragmentos de cosas que habían servido para algún otro fin. Probó con casi todos lo...