Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo seguía mirando entre sorprendida y risueña, aunque cada vez menos sorprendida y cada vez más risueña. Y entonces se miró reflejado en una ventana y lo que vio fueron dos cotorras que volaban juntas y una trataba de explicarle a la otra lo que había sucedido y la otra no podía entenderla porque nunca había hablado en el idioma de las cotorras y porque no sabía que ése era el origen de esos pájaros verdes y ruidosos, que andan por la vida a los gritos pidiendo explicaciones y tratando de hacerse entender sin lograrlo.
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