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Procrastinar

No es que nadie le hubiera preguntado nada, pero sonrió y empezó a hablar con naturalidad:
—Todo empezó en la facultad, dejando de dar los finales en el momento en que terminaba las cursadas y pensando que era mejor prepararlos en fechas posteriores. Así se me fueron acumulando materias y años de cursada y llegó un punto en que terminar la carrera se hacia dificultoso, sin horizonte claro, casi imposible. En ese entonces un amigo me contó que había una oportunidad para entrar a un barco mercante, que estaban buscando marineros y que lo único que requerían era tener ganas de trabajar. Y fui, era realmente una salida casi ideal, unos meses embarcado y fuera literalmente de todo mi mundo, sin contacto con nadie conocido y, fundamentalmente, sin contacto con Marita. Hacía tiempo que pensaba en terminar la relación, pero por una cosa u otra no lo concretaba e irme por “razones de trabajo” era una forma impecable de salir, de tomar aire, de refrescar la cabeza y, de paso, darle tiempo a ella para hacerse a la idea de que yo ya no iba a volver. Alejarme de Marita y de las presiones, del “ya estás grande, ya tenés que empezar a encaminar tu vida, no podés seguir sin siquiera saber a dónde querés ir…” que escuchaba a diario. De eso y de mi jefe quejándose por el poco compromiso que demostraba en mi trabajo. Y del banco que me apretaba por los pagos atrasados y mi casera que se enojaba por las demoras. Yo pensaba que, eventualmente, en un momento todo lo que estaba bien iba a empezar a estar mal y aparecerían los reclamos, primero más o menos tímidos y después ya directamente airados y de malos modos. Y no quería llegar a ese momento. Embarcarse era una gran salida y la tomé, así, de una, firmé los papeles y en menos de una semana estaba a bordo saliendo hacia Singapur pasando por Montevideo, Porto Alegre, Recife, Nassau, Panamá, Sídney, Auckland y Hong Kong para volver tocando puertos en el sur de Asia y África, volver a subir hacia el norte para tocar las Canarias y cruzar el Atlántico de regreso hacia América. Seis meses embarcado transportando mercaderías diferentes entre puertos. Seis meses alejado por completo de mi vida, la solución ideal en el momento justo. Al principio todo fue muy normal, sin que nada me llamara la atención por fuera de lo que, supongo, debe llamar la atención a alguien que de repente se encuentra por completo fuera de su hábitat y su rutina. Y si bien nos tocaron mares razonablemente tranquilos, igual me las ingenié para mostrar que mis habilidades como marinero dejaban mucho que desear -nunca fui ni muy fuerte ni muy ágil- y recibí más improperios que felicitaciones en mis tareas diarias. Y así pensé que iba a ser por los próximos seis meses, pero una casualidad me hizo conocer al cocinero que, por alguna razón que no vi en ese momento, pareció tomarme simpatía y me sumó a su grupo de ayudantes en la cocina.
—No me imagino que vayas a endurecer esos músculos haciendo fuerza en los próximos meses, me dijo
—Si nunca en la vida te pusiste a hacer ejercicio.
Y se rio fuerte, como después descubriría que hacía siempre con sus propios chistes. Fuera por lo que fuera pareció tomarme bajo su protección y desde ese momento empecé a tener tareas más aliviadas, pelando papas y cebollas para alimentar a toda la tripulación. Y esa fue mi nueva normalidad hasta llegar a Recife, navegar de puerto en puerto hacia el norte, descargar contenedores, cargar contenedores, descargar residuos, recargar provisiones y combustibles, descargar marineros ansiosos en burdeles, recargar marineros nuevamente dispuestos a trabajar duro, días de rutina que no ameritan figurar en ningún libro de historia. Lo extraño sucedió justamente en Recife, cuando volvimos a zarpar en una noche cerrada y sin luna. A unas treinta millas del puerto sentí que el barco disminuía su velocidad hasta casi detenerse y quedar sólo moviéndose con las olas. Me asomé por la escotilla de mi camarote y vi una barcaza acercarse por babor hasta aparearse a nuestro casco. No llevaba luces y la noche era realmente oscura pero igual me pareció ver que traían alguna carga que fue subida a bordo, no un contenedor sino algunas cajas no demasiado grandes. Eso y algunas personas que, en ese momento y en esa oscuridad me costó entender si eran parte de nuestra tripulación o nuevos reclutas. Toda la maniobra habrá durado unos veinte minutos y el barco volvió a acelerar sus motores rumbo al norte mientras la barcaza desaparecía en la oscuridad del océano, un barco fantasma del que era difícil decir si realmente había existido alguna vez o sólo era una sombra más entre las sombras. Cuando le pregunté al cocinero al día siguiente por las maniobras de la noche me contestó que no era asunto mío y que lo que creía haber visto era producto del alcohol que, generosamente, me dejaba robar del almacén pero que si seguía viendo estupideces iba a tener que restringirme. Y lo dijo en un tono de voz que no me dejó dudas acerca de que el tema no debía ser mencionado otra vez. Y, la verdad es que yo no lo hubiera mencionado nunca más si no fuera por la casualidad, si no hubiera pasado lo de la equivocación de puertas, si yo no hubiera abierto la del almacén lateral que nunca abría para buscar unas latas de porotos que nunca antes me habían pedido, si yo no hubiera visto lo que se suponía que no debía ver, el delfín rosado listo para ser preparado esa noche. Juro que no lo entendí de entrada, pero la cara del cocinero cuando me di vuelta y cerró la puerta en mis narices me dijo claramente que la había cagado, que esta vez no tenía escapatoria. Y tal vez no la hubiera tenido si no fuera porque el cocinero estaba fuera de tiempo para la cena de esa noche y no podía ocuparse de mi en ese momento. Simplemente me encerró en una bodega y me dijo que después hablaríamos, que tenía que ponerse a cocinar porque ya estaba muy atrasado. Y ahí fue que le dije que yo podía ayudar, que no solo sabía pelar papas, que me diera un cuchillo y me dejara ayudarlo, que estaba ahí para hacer todo lo que me pidiera.
—¿Vos entendés lo que viste?, me dijo,
—¿Entendés lo que hacemos?, agregó. Y yo le dije que, en lo que a mi respecta, cocinamos para alimentar a los tripulantes.
—Sí y no, me dijo. Hoy en realidad cocinamos para agasajar a los pasajeros.
—Tripulantes, pasajeros, para mi es lo mismo.
—Es muy distinto, los pasajeros pagan mucho dinero para tener el privilegio de hacer este viaje.
—Más honrado me siento entonces de poder ayudarlo.

Me miró unos instantes como dudando y, finalmente, me dijo:
—¿Hiciste ceviche alguna vez? Hoy hacemos ceviche de delfín rosado. 

Pude haberme opuesto en ese momento y seguir mi viaje encerrado en la bodega hasta que decidieran desembarcarme en algún puerto lejano. Pude haber intentado convencerlo de que no había visto nada ni entendía nada de lo que me estaba hablando, pude haber hecho muchas cosas, pero no hice nada, simplemente me puse el delantal y me dispuse a ayudar en la preparación del banquete. Y es que de eso se trataba, el capitán del barco tenía organizado un negocio paralelo y cobraba fortunas por llevar unos pocos pasajeros para los que ofrecía banquetes preparados con animales en peligro de extinción. Es así que, desde Recife hasta Sídney ayudé a preparar ceviche de delfín rosado, carpacho de cuxiú negro, estofado de lobo guará, ariranha braseada y ahumada con guarnición de variedad de papines andinos, confituras de lagartija de arena y muchos platos más que hubieran peleado por las famosas estrellas Michelin si no fuera que había pedido de captura para quien comercializara el ingrediente principal. Pude haberme bajado del barco en Sídney, escabullirme en el ajetreo de la carga y descarga de la mercadería “honrada” y desaparecer, pero por alguna razón no lo hice, me dije “en el próximo puerto me bajo”, y en el próximo fue en el siguiente y luego en el siguiente y así seguí hasta llegar a Hong Kong. Allí abordó un nuevo grupo de pasajeros, pero no hubo detenciones furtivas en medio de la noche y alejadas del puerto, lo que habría sido una rareza si le hubiera prestado atención, pero no lo hice. Por eso nunca me imaginé lo que estaba por pasar, por eso pensé que era un chiste cuando le pregunté al cocinero cuál era la especie en extinción que cocinaríamos en este tramo y me miró a los ojos y me dijo:
—¡Argentinos!
y largó la risotada habitual. Y yo también me reí, y no vi venir el martillazo que me pegó el sous chef en la cabeza, terminando en ese instante con mi viaje, mis problemas y mi vida. Esa misma noche me faenaron y a lo largo de una semana me fueron preparando en recetas diferentes y exquisitas con las que justificaron con creces la fortuna que pagaron los comensales. Y así llegamos a este punto. Tal vez por eso no me sorprendió tanto el calor que hace aquí, porque ya lo venía sintiendo desde la cocina del barco, pero bueno, de alguna manera podría decir que procrastinar es, literalmente, lo que me trajo hasta acá; por eso no sería tan ilógico si dejamos el comienzo de los tormentos para mañana…
Se produjo un pequeño silencio y el Diablo lo miró a los ojos por un momento, sonrió por primera vez en casi cinco mil años y dijo:
- Linda historia. Si mañana podés contarme otra del estilo tal vez te ganes otro día.

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