Son las once de la noche y el Cacho ladra. Hace ya una semana que cumple con ese ritual. Todas las luces están apagadas, la casa en silencio con sólo la respiración difícil de Carlitos resonando pálida desde su habitación y el Cacho empieza a ladrar. Se para frente a la puerta de calle y ladra con furia, como si le estuviera advirtiendo a alguien que no entre. A alguien o a algo. Fueron varias las noches que Papá se levantó para ver que pasaba y no encontró nada, sólo la furia del perro apuntando a la puerta. Y no es el clásico perro ladrador. El Cacho es más bien tranquilo y haragán, de esos mastines que se imponen más por presencia que por agresividad, el compañero de juegos ideal para todos, que hasta podíamos subir a Carlitos a su lomo sin que se le altere un músculo. Es que con Carlitos tiene absoluta devoción. Desde el mismo momento que Mamá quedó embarazada El Cacho empezó a cuidar al pequeño por nacer y no se apartaba de Mamá mientras ella estaba en casa. Al principio creímos que su amor era por Mamá y nos reíamos llamándolo perro pollerudo y tratando de distraerlo con juegos y golosinas para sacarlo de su cercanía, pero en cuanto nació Carlitos entendimos que no, que era con el benjamín de la familia que el Cacho se había obsesionado y desde ese momento no hubo manera de apartarlo de la cuna. Acompañaba al bebé de día y de noche con la lealtad y paciencia que sólo puede tener un perro, celándolo si otro animal se acercaba en sus paseos a la plaza y guardando con absoluto silencio sus horas de sueño.
El Cacho y Carlitos crecieron juntos. Si bien el perro tenía ya dos años cuando nació Carlitos y pesaba más de treinta y cinco kilos, no dejaba de ser casi un cachorro, juguetón y alegre cuando se activaba y dormilón y vago cuando le pintaba la siesta. Igualito igualito a Carlitos, que lo mismo podía estar subiendo al árbol de ciruelas del patio para bombardear con las más maduras a quien osara asomarse, como desmayado a la sombra de la parra cuando la tarde se ponía calurosa. Y es que el perro y el chiquito eran inseparables, incluso en los horarios de escuela, cuando el Cacho se tumbaba en la puerta a esperar el regreso de Carlitos y no lo movías ni con una grúa del Automóvil Club. En esas horas de juego se fueron haciendo compinches y era casi imposible ver a uno sin el otro y, si bien ya no montaba sobre él, no era extraño ver a Carlitos dormir una siesta con la cabeza apoyada en el lomo peludo del Cacho. Por todo esto a ninguno de nosotros le pareció extraño que el perro se entristeciera profundamente cuando Carlitos cayó enfermo. La leucemia se fue agravando y las fuerzas se le iban apagando mientras la tristeza del perro crecía. El Cacho no se alejaba ni dos metros de la cama de Carlitos, apenas lo justo y necesario para salir al patio a regar algún arbolito y volver a acompañar al convaleciente, a montar guardia. Y fue en esa semana terrible que empezó con los ladridos, cuando el médico nos dijo que temía lo peor, que ya no encontraba nada más para hacer, que la vida de Carlitos parecía depender de un milagro. Fue ahí que el Cacho empezó con los ladridos, todas las noches, siempre a la misma hora, siempre apuntando a la puerta como si alguien estuviera intentando entrar. Y fue justo en esa noche extraña que papá decidió encerrar al perro para que no hiciera tanto escándalo, para que dejara descansar a Carlitos sin interrupciones y la familia pudiera dormir. Y por eso nadie vio lo que pasó. Nadie vio como el Cacho arrancó la cadena del poste al que lo habían atado cuando el Ángel Oscuro entró a la casa y se dirigió a la habitación de Carlitos, nadie vio que, en el momento en que iba a cortar el hilo de su vida débil con su cuchilla afilada, el Cacho pegó el salto más largo que había dado jamás, se interpuso y recibió la puñalada en el medio de su pecho, que dejó de latir antes de que volviera a tocar el piso. Si hubiéramos estado despiertos, tal vez habríamos visto como el Ángel lo miró con desconcierto al comienzo y con una inmensa ternura después y le dijo:
—¿Tanto lo querés?
El Cacho asintió con la mirada. El Ángel pensó un momento, como sopesando la idea y dijo:
—Ok, que así sea, pero a partir de ahora me acompañás a mi.
Le palmeó el lomo y se fueron juntos, el Ángel y el Cacho que movía la cola a su lado justo justo cuando Carlitos empezaba a mejorar y la enfermedad desaparecía casi milagrosamente.
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El Cacho y Carlitos crecieron juntos. Si bien el perro tenía ya dos años cuando nació Carlitos y pesaba más de treinta y cinco kilos, no dejaba de ser casi un cachorro, juguetón y alegre cuando se activaba y dormilón y vago cuando le pintaba la siesta. Igualito igualito a Carlitos, que lo mismo podía estar subiendo al árbol de ciruelas del patio para bombardear con las más maduras a quien osara asomarse, como desmayado a la sombra de la parra cuando la tarde se ponía calurosa. Y es que el perro y el chiquito eran inseparables, incluso en los horarios de escuela, cuando el Cacho se tumbaba en la puerta a esperar el regreso de Carlitos y no lo movías ni con una grúa del Automóvil Club. En esas horas de juego se fueron haciendo compinches y era casi imposible ver a uno sin el otro y, si bien ya no montaba sobre él, no era extraño ver a Carlitos dormir una siesta con la cabeza apoyada en el lomo peludo del Cacho. Por todo esto a ninguno de nosotros le pareció extraño que el perro se entristeciera profundamente cuando Carlitos cayó enfermo. La leucemia se fue agravando y las fuerzas se le iban apagando mientras la tristeza del perro crecía. El Cacho no se alejaba ni dos metros de la cama de Carlitos, apenas lo justo y necesario para salir al patio a regar algún arbolito y volver a acompañar al convaleciente, a montar guardia. Y fue en esa semana terrible que empezó con los ladridos, cuando el médico nos dijo que temía lo peor, que ya no encontraba nada más para hacer, que la vida de Carlitos parecía depender de un milagro. Fue ahí que el Cacho empezó con los ladridos, todas las noches, siempre a la misma hora, siempre apuntando a la puerta como si alguien estuviera intentando entrar. Y fue justo en esa noche extraña que papá decidió encerrar al perro para que no hiciera tanto escándalo, para que dejara descansar a Carlitos sin interrupciones y la familia pudiera dormir. Y por eso nadie vio lo que pasó. Nadie vio como el Cacho arrancó la cadena del poste al que lo habían atado cuando el Ángel Oscuro entró a la casa y se dirigió a la habitación de Carlitos, nadie vio que, en el momento en que iba a cortar el hilo de su vida débil con su cuchilla afilada, el Cacho pegó el salto más largo que había dado jamás, se interpuso y recibió la puñalada en el medio de su pecho, que dejó de latir antes de que volviera a tocar el piso. Si hubiéramos estado despiertos, tal vez habríamos visto como el Ángel lo miró con desconcierto al comienzo y con una inmensa ternura después y le dijo:
—¿Tanto lo querés?
El Cacho asintió con la mirada. El Ángel pensó un momento, como sopesando la idea y dijo:
—Ok, que así sea, pero a partir de ahora me acompañás a mi.
Le palmeó el lomo y se fueron juntos, el Ángel y el Cacho que movía la cola a su lado justo justo cuando Carlitos empezaba a mejorar y la enfermedad desaparecía casi milagrosamente.
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