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Series VIII

—¿Y si un día nos toca ganar? No digo una cosita de nada. No digo un empate en el último minuto. No no, digo… ¿y si un día nos toca ganar en serio, con lujos, moños y firuletes? Imagínense lo que sería si un día nos toca a nosotros, si por una vez los planetas se alinean, la taba cae de cara y la caprichosa suerte nos pega un flor de chupón, de esos que te sacuden hasta el fondo del alma. Porque nosotros también tenemos derecho y alguna vez nos puede tocar, ¿o no? Hace siglos, milenios que lo venimos mereciendo. ¿Y si un día nos toca? ¿Si por una vez, aunque sea por error el premio es para nosotros? ¡Qué fiesta sería ese día! Haríamos sonar las cornetas de la alegría y cantaríamos y bailaríamos como si nunca hubiéramos cantado y bailado. Y las multitudes saldrían a las calles sin que nadie pueda explicarlas ni contenerlas y la fiesta estallaría en cada barrio, en cada plaza, en cada casa. Y los músicos espontáneos sonarían sus instrumentos con las melodías más alegres y contagiosas, las trompetas, acordeones, ukeleles y balalaicas se escucharían en todas partes y las mujeres bailarían y agitarían sus polleras multicolores y regalarían sus sonrisas contagiosas y los hombres aplaudirían con entusiasmo y ensayarían sus pasos torpes que por una vez serían graciosos y gozosos y armoniosos y los niños aturdirían con sus petardos y las luces brillarían con más intensidad que nunca y serían más coloridas que siempre y los fuegos asarían más carnes y los cocineros guisarían en cacerolas gigantescas y perfumarían las calles con especias maravillosas y los pasteleros se lucirían con cremas y confituras imposibles, de esas que son tan lindas y dulces que casi da pena comerlas. Y en lo mejor de la noche vos estarías allí, sonriente, esperándome, allí justo donde nos vimos aquella última vez. Y nos abrazaríamos como la primera, cuando pensábamos que siempre iba a ser así, nos abrazaríamos como nos hubiéramos abrazado toda la vida si tan solo nos hubiera tocado ganar antes, si tan solo todo hubiera sido apenas un poquito diferente. Y entonces sí, entonces la vida sería exactamente como debe ser y el mundo podría decir que está en equilibrio.

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El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

No respirar

—Empecé de a poco, entrenando cada uno de mis sentidos. Primero fueron cinco segundos, que si te parecen muy pocos te invito a que hagas la prueba; después fueron ocho, diez, doce y quince. Ahí me pareció que había alcanzado mi máximo, que no iba a poder superarlo, que sin importar lo que hiciera no iba a lograr llegar al objetivo. Pero no me rendí, puse mi foco en la respiración, en ser consiente de ella y en seguir prolongándola, hice ejercicios específicos y otro aleatorios, busqué engañar a todo mi sistema y, finalmente, un día de verano pude superar la barrera: dieciocho segundos sin respirar, que después se convirtieron en veinte, veintidós, veinticinco y antes de llegar al otoño ya estaba en treinta. Y ahí encontré mi segunda pared. Treinta segundos era una enormidad, mi cerebro parecía querer estallar y apagarse, y cuando ya estaba a punto de rendirme entendí que la clave estaba justamente ahí, en mi cerebro. Empecé a distraerlo mientras ejercitaba. Diseñé una rutina específica...