Ir al contenido principal

Alma en pena

Mi alma está dudando. Debería haberse ido, pero está dudando. Se suponía que no iba a pasar del martes a la noche, que ya no tenía ningún motivo para quedarse, pero está dudando. Se separó de mi cuerpo, se alejó unos metros o unos minutos o unas horas, no es muy clara la diferencia, y cuando nada lo hacía pensar como posible empezó a dudar. No sabía muy bien si irse o quedarse. Tampoco sabía muy bien si es que realmente estaba, si eso que le pasaba era estar en algún lado, en algún momento, en algún lugar. ¿Es que acaso eso era lo que llamaban limbo? ¿Es que acaso debía aceptar que lo del paraíso y el infierno era cierto y entonces también era cierto lo del limbo, que hay un lugar o un momento o un algo donde se estacionan y se quedan los que dudan, los que no son ni una cosa ni la otra, los que no se pueden clasificar ni etiquetar? Mi alma no parece saber las respuestas, pero se detuvo a dudar y me mira, no sabe si debe quedarse o irse, si soy yo, si valgo la pena. Eso, eso es precisamente lo que la sobrecoge: la pena, la pequeña, ingobernable y eterna pena. Esa pena que talló el destierro cuando te fuiste de mi lado, cuando entendí que ya no volvías y que no ibas a volver nunca. Porque destierro, verdadero destierro, es tener que vivir sin la cotidianidad de la presencia que anhelás, que sentís en las tripas, que te da un motivo para levantarte cada mañana y una sonrisa para acostarte cada noche. Eso es destierro, no los kilómetros, no las distancias, no los lugares sino las ausencias, las irreemplazables, intolerables, insostenibles ausencias. Esas que dejan un huequito en tu alma que vas ocultando con espejos y luces de colores pero que nunca se va, ese huequito que revela la pena cuando el alma se desnuda y te mira dudando, cuando no sabe si irse o quedarse, cuando tiene que decidir si realmente valés la pena.
Mi alma está dudando y a mi alrededor no hay nada que la ayude a decidirse. La oscuridad de una sala de terapia intensiva, los monitores, las lucecitas, los silencios de hospital no aportan nada, no suman. Puro artificio, pura despersonalización, no sirven para la pena. Mi alma sale y pasea entre lugares y momentos. Son como fotos pero animadas, como pequeñas secuencias pero estáticas, no van a durar más que el instante preciso que mi alma revisa en su duda. No es aquello de que mi vida pasará a toda velocidad, no, no es eso, no, no hay orden cronológico, no hay relato, es sólo sucesión de momentos, de lugares sin que necesariamente tengan que ver conmigo o me hayan sucedido a mi, tal vez son recuerdos, sueños, cosas que alguien alguna vez me dijo, lugares que no conozco pero que sé que están ahí, como alguna plaza en un pueblo de China a la que nunca fui ni iré pero sé que está, que si alguien va la pude visitar y hoy mi alma la ve concreta, luminosa, bulliciosa. O la sala de maternidad de este hospital, o de otro, no sé muy bien ni me importa, sólo sé que es la sala de maternidad y hay muchos bebés en sus cunitas, con sus almas jóvenes que ya tienen una pena por haber nacido y que creen que esa pena es enorme pero que se les va a hacer chiquita chiquita con el paso de los días, o con la salida de la maternidad y las vueltas por el mundo, es que otra vez tiempo y lugares son conceptos confusos. ¿Y si fuera cierto el reciclaje de las almas? ¿Y si pudiera meterse en un nuevo cuerpo recién nacido y tener otra oportunidad? ¿Podría volver a empezar de cero o sería un alma vieja en un cuerpo joven, un alma vieja tratando de ocultar en una vida nueva una pena imborrable? ¿Y si de eso se trata, de volver a intentar hasta volver a encontrarte, de probar tantas veces, tantos cuerpos, tantas vidas hasta lograr que no haya destierro y no haya pena? ¿Y si eso es justamente lo que llaman Paraíso o Nirvana o Valhala o como sea que se llame en cada una de las religiones que existan? Eso, encontrarte, coincidir en tiempo y espacio, en lugar, en modo, en deseo. Y no perderte. Y no perderme. Y ya no andar por el mundo con un alma en pena, que duda porque siente que le falta algo, algo por lo que valga la pena quedarse, algo que la complete para poder irse.



Entradas populares de este blog

El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se...