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Esculturas de papa

 Empezó a esculpir cuando era muy chiquita. Nadie sabe la edad exacta, pero en algún momento se estableció como una habilidad especial o, como pareció darse por sentado después, como su habilidad especial. Las primeras figuras fueron en plastilina, pequeños monigotes que representaban seres vistos o imaginados, animales, personas y criaturas extrañas a las que le ponía historias y vidas que muchas veces no salían más allá de sus pensamientos, apenas un pequeño balbuceo inentendible y sólo audible a unos centímetros de distancia. Con el tiempo las historias crecieron con ella, su habilidad se perfeccionó y los materiales se hicieron más sofisticados. De la plastilina a la arcilla, de la arcilla a la madera y de la madera a la piedra, pasando por varias etapas intermedias en las que esculpía figuras con materiales que originariamente no habían sido pensados para ello, con deshechos, con descartes, con fragmentos de cosas que habían servido para algún otro fin. Probó con casi todos los elementos conocidos y de todos obtuvo nuevas e increíbles formas. Hasta que un día empezó a esculpir con alimentos, con verduras para ser más exacto, y estos se convirtieron en su material excluyente. Construía bosques con flores de brócoli, autos de carrera con zanahorias y puentes con tallos de acelga; las peras se convertían en señoras con papada y de las sandías surgían hermosas flores y pájaros tropicales. Así fue que un día descubrió las papas y se maravilló con la cantidad de formas que escondían. Con una papa podía hacer casi todo lo que conocía y todo lo que producía su vasta imaginación. O casi todo. Y el casi fue lo que la obsesionó. No soportaba la idea de que algo se escapara a su potestad. Y entonces se aplicó en perfeccionar su arte y pasó horas, días, meses y años tallando papas. Aprendió a encontrar las formas, a buscar por horas en las verdulerías aquellos ejemplares que escondían en su interior la figura deseada, aprendió a moldearlas con sutileza, a desarrollar herramientas especiales para lograr cada forma, cada diseño, cada textura. Y empezó a esculpir en las papas gestos, cabezas, figuras humanas, los rostros que veía por la calle, los de la gente que la rodeaba, los de cada persona que se cruzaba y los de aquellas que recordaba. Y empezó a imaginar gente, caras que tenían un poco de alguien a quien había conocido y mucho de otro a quien nunca vería pero que igual aparecía en su mente con absoluta claridad. Y su mundo se pobló de otras gentes, de cientos y cientos de personas que tenían su historia expresada en un rostro, en un gesto, en una actitud. Y un día empezó a esculpir su propio rostro en una papa, en infinitas papas y se obsesionó con su propia recreación. Primero lo hizo a partir de fotografías que se tomaba a si misma, luego mirando en vivo su imagen en un espejo y, finalmente, imprimiendo en su memoria cada detalle de su cuerpo. Y sus esculturas fueron cada vez más perfectas, tanto que viéndolas en una foto se hizo casi imposible reconocer cuál era la modelo y cuál la reproducción tallada en una papa. Fue por eso que ese día, cuando comenzó a trabajar sobre su rostro con esa papa en particular no pensó en nada especial. Sólo fue tallándola despacio, cuidando al máximo cada detalle. Y la papa fue cobrando forma sostenidamente, como si desde siempre ese hubiera sido su propósito. Aparecieron sus ojos, sus cejas, la nariz aguileña y los labios finos apenas estirados en su media sonrisa característica, las orejas salieron casi naturalmente y el parecido era absolutamente perfecto, tanto que cuando a la papa le creció el pelo moreno y alborotado que ella siempre tuvo no le resultó ni siquiera extraño. Lo mismo cuando la papa fue creciendo desde su mentón para darle lugar a esculpir su cuello fino, los hombros esbeltos, su pecho plano que tantas veces fue motivo de burlas en el secundario, el abdomen trabajado, la cintura fina y las caderas firmes que tantos admiradores le generaron en su juventud. Cuando terminó de pulir los pies, con sus dedos pequeños graciosamente alineados y perfectos entendió que la papa se había convertido en su mejor obra, en la culminación de todas, en su única obra, en el fin de ese camino que había comenzado en su más tierna infancia con su primer monigote de plastilina. La papa era la replica exacta y a tamaño real de su propia persona. Tan exacta que no le pareció extraño que hasta tuviera sus gestos, su aire mezclado de ingenuidad y picardía, su mirada de colores cambiantes y su perfume inolvidable, inconfundible. Y entonces no tuvo ninguna otra posibilidad que hacer lo que hizo: cocinarla hasta que estuviera en su punto justo, cremosa por dentro y dorada por fuera, como ella con los soles de cada verano. Y sentarse a comerla. De a poco, saboreando cada parte. Empezando por los pies, las piernas largas, la pelvis, despacio, con una cuchara, disfrutando cada bocado, grabando en su memoria para siempre cada sabor. Así fue subiendo hasta que llegó a la cabeza. Comió de afuera hacia adentro. Empezó por las orejas, el mentón y la mollera para luego tomar las mejillas, esas mejillas que se ruborizaban con facilidad, los ojos y la nariz. Lo último que comió fue la boca. Esa boca igual a su boca, tan igual a su boca que no era posible decir cuál era su boca y cuál era esa boca. Esa boca de dientes perfectos, la del lunar pequeño y casi invisible junto al labio superior, ligeramente a la derecha de su rostro, ese lunar sólo perceptible si alguien estaba lo suficientemente cerca como para besarla. Y cuando comió su boca, cuando comió esa boca, su boca, en el preciso instante en que comió la última cucharada de su propia boca, ella desapareció para siempre.


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