Ir al contenido principal

Sobrevalorado

 —El sexo está sobrevalorado, muy sobrevalorado. Y no digo el nuestro, cada vez que cogimos. No, lo digo en general. La humanidad entera ha sobrevalorado al sexo. Desde siempre. Bah, no sé si desde siempre, pero seguro que desde hace miles de años, desde que los sacerdotes se reservaban a las vírgenes y les inventaban poderes sobrenaturales, desde que se pintaban y grababan escenas sexuales en piezas de alfarería, desde que se justificaban guerras por el rapto de alguna mina, en fin, desde que el mundo es mundo el sexo está absolutamente sobrevalorado. Y te aclaro, antes de que pongas esa carita y empieces a revolear los ojos, no digo que yo no lo disfrute. No no, no digo eso. Lo que digo es que no se puede creer lo que las personas están dispuestas a hacer por un polvo, lo que ponen en juego, lo vulnerables que se vuelven, lo que arriesgan a todo nivel, inclusive al más elemental nivel físico. ¿Te diste cuenta lo desprotegida que queda una persona mientras coge? ¿Te pusiste a pensarlo alguna vez? ¿Entendés por dónde voy? Mirate a vos, por ejemplo. Vos te sentís el dueño del mundo, le pasás por encima a todo y a todos, incluso a mi, sobre todo a mi. Vos maltratás a todo el mundo y estás muy seguro de que todo el mundo te debe pleitesía, de que gozás de la impunidad más absoluta porque todos los que te rodeamos dependemos de vos, incluso yo, sobre todo yo. Eso te da poder, un poder que disfrutás como un cochino hasta que llega la hora de ponerla y sentís que ahí también ejercés tu poder y que yo te lo agradezco y me siento honrada por tu atención, pero no te das cuenta que cuando cogés te volvés débil, sumiso, absolutamente vulnerable. Sobrevalorás tanto al sexo que no te das cuenta que te volviste descuidado, que bajás la guardia. Y no digo hoy particularmente, no; bajaste la guardia cuando pensaste como todo el mundo que ponerla era más importante que cuidarte, cuando fuiste por más, siempre por más. Y entonces no sospechaste nada cuando te propuse empezar con los jueguitos, cuando traje las esposas para que me ates a la cama, cuando te dejé ponerme la capucha y la mordaza y la fantasía de poder te llevó hasta el cielo sin escalas. Sobrevaloraste el sexo, lo arriesgaste todo, te sentiste indestructible y claro, te descuidaste. Yo sabía que iba a ser así, lo tenía bien clarito desde el día uno, desde que me di cuenta de que estaba harta y lo decidí. Si yo te dejaba jugar así tantas veces, un día íbamos a invertir los roles. Cuando cogés no pensás y el poder te hace descuidado, te sentís impune. Y entonces un día te encontrás así, en pelotas, amordazado y esposado a las patas de la cama, revoleando los ojitos y viendo la navaja que espera en la mesita de luz mientras yo junto mis cosas, le abro la puerta a tu mujer que me dijo que tenía algunas cositas para conversar con vos y me voy a la mierda.

Entradas populares de este blog

El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se...