El viaje era rutinario. Tres días para atravesar la galaxia y llegar a la estación espacial donde entregar la carga, semillas y embriones de ganado para preparar un nuevo asentamiento humano en un planeta prometedor. Nada del otro mundo, aunque sirviera para preparar, justamente, otro mundo. Tal vez por eso no prestó tanta atención. Tal vez por eso o por confiar ciegamente en los instrumentos, que tantas veces la llevaron sin problemas a cumplir con su trabajo. Tal vez por la noticia reciente de su embarazo, que martillaba su cerebro cada vez que le daba espacio. O tal vez, simplemente, porque el espacio todavía guarda algunos secretos para la soberbia del conocimiento humano. La cuestión es que la tormenta la sorprendió y no le dio tiempo para maniobras evasivas. Los meteoritos empezaron a pasar a toda velocidad y a golpear su nave en varias oportunidades, tan duro que cambiaron su trayectoria sacándola del rumbo fijado. Cuando pasó la tormenta, que no duró más que algunos segundos tomados desde dentro de la nave, algunos milenios si se lo mide desde uno de los meteoritos, hizo el control de daños y comprobó que ya no tenía timón, ni el principal ni el auxiliar ni tampoco radares operativos. Los aceleradores cuánticos seguían funcionando pero ya no podía determinar desde su cabina dónde estaba ubicada ni para dónde avanzar. Entendió que para poder llegar a algún lado debía combinar dos habilidades propias sobre las que tenía enormes dudas, su capacidad para orientarse en base al conocimiento de las estrellas en un cuadrante no tan habitual en sus recorridos y su destreza para maniobrar usando sólo los motores, regulando de manera independiente la fuerza de cada uno de ellos para virar si fuera necesario y colocar la nave en la posición correcta. No es mucho, pero es lo que hay, pensó. Se calzó el casco, aseguró su cable de anclaje y salió de la nave para tener una visión más completa, tanto de las estrellas y planetas que la rodeaban como de los daños reales sufridos y las posibilidades de hacer alguna reparación de emergencia con los materiales que contaba. La grandeza del universo volvió a maravillarla, como cada vez que realizaba alguna tarea fuera de su nave. La vastedad, la profundidad, la variedad, el silencio, las luces, la oscuridad inmensa, todo lo que la rodeaba le hablaba de eternidades y relatividades que la abrumaron por un momento. Cuando recuperó el aliento intentó establecer cuadrantes a su alrededor y con el sextante de su visor establecer el ángulo al que debía orientar su nave para llevarla de regreso a la vía láctea y, una vez allí, hacia la Tierra, donde encontraría ayuda posible incluso si la trayectoria no fuera tan exacta como para aterrizar. Todo eso sin margen de error, porque no tenía combustible como para hacer varios intentos; era un tiro y sin posibilidades de errar cálculos. Permaneció cerca de media hora fuera de su cabina, mirando, calculando, verificando y volviendo a calcular con la ayuda del display que llevaba en su brazo izquierdo y con el que se conectaba a la computadora central de su nave. Reparar el timón era absolutamente imposible, no le quedaba otra posibilidad por fuera de la regulación manual de los aceleradores para corregir la posición de su nave, fijar rumbo y encomendarse a su buena suerte, esa que aparecía en sus viajes pero no tanto en su vida personal, si se le podía llamar vida personal a esos breves períodos de tiempo que pasaba en algún lugar impersonal mientras reparaban su nave, vaciaban sus cargas o llenaban sus bodegas. Regresó a su cabina, verificó sus cálculos por vigésima vez, decidió que ya no iba a tener ninguna epifanía que le mostrara una solución diferente para su problema y ejecutó la maniobra. Un pequeño impulso con el motor de estribor, un toquecito con el de babor para corregir el exceso del primer movimiento y ahí si, los cuatro aceleradores cuánticos a pleno para regresar, si no había errado el cálculo, en 36 horas a la vía láctea. No tenía posibilidad de verificar el curso, si detenía el impulso ya no tendría combustible para volver a empezar, sólo podía esperanzarse en no haberse equivocado cuando reconoció las estrellas y no haber errado el cálculo para el reingreso a la galaxia, sólo podía confiar en la capacidad de su propia inteligencia, no la de las artificiales que habitualmente se encargaban de darle la precisión que, sabía, no era su fuerte. Treinta y seis horas para pensar, para intentar mantener la calma y, en lo posible, dormir aunque sea de a ratos.
Pensó en su infancia en el orfanato, en la adolescencia en los callejones y el amor no correspondido o correspondido pero sólo de a ratos y no necesariamente en los ratos que a ella le hubiera gustado. Pensó en la noticia de su embarazo que había conocido apenas el día anterior a partir y sobre el que, hasta ese momento, ni siquiera se había permitido detenerse a pensar. Pensó en los meses encarcelada por delitos menores. Pensó en los primeros viajes como tripulante en el carguero que, algunas veces, también llevaba mercaderías legales. Ese recuerdo fue el único que le sacó una sonrisa. Ese y la apuesta en la que había ganado su nave, esta nave que la llevaba a velocidad pasmosa de regreso a casa o a un lugar recóndito perdido en el infinito universo, dependiendo de cuán acertado hubiera sido su cálculo. Y el problema era ese, justamente ese. Si su capacidad para acertar en los cálculos previos fuera infalible su vida nunca hubiera seguido los caminos que efectivamente siguió. Su capacidad y su buena fortuna, esa que sólo la había acompañado en aquella noche de juegos y alcohol y después nunca más, ni siquiera una sola vez. Ni siquiera cuando su camino la llevó a cruzarse con quien fue, por unos minutos o unos días o unos meses, el gran amor de su vida. Ese gran amor que explotó ante sus ojos cuando intentaba descargar en una plataforma perdida un envío que les habían asegurado era de alimentos y resultó ser de municiones para una guerra entre criaturas que desconocía y por la supremacía en un planeta que no era más que una roca más flotando en la vastedad del universo. Esa explosión que ni siquiera había tenido la decencia de llevársela también a ella y evitarle los años posteriores de soledad disimulada en compañías ocasionales, monotonía y amargura. Años que, ni siquiera, servían para pasar ante sus ojos y acortarle las horas de espera en este viaje. Años que no servían para ayudarla a tomar la decisión que debería tomar al regresar y que parecía no querer siquiera abordar.
Treinta y seis horas después la nave desaceleró e ingresó en modalidad de velocidad crucero lo que le permitió mirar a su alrededor. Contuvo la respiración un momento y acostumbró sus ojos a la nueva luz. Tardó algunos instantes hasta que reconoció la primera estrella. Alpha Centauri le daba la bienvenida a la Vía Láctea. Sus cálculos habían sido correctos. Orientar la nave hacia la Tierra no iba a ser un gran problema ahora. Utilizando la misma técnica para diferenciar manualmente los aceleradores puso rumbo hacia el sistema solar y, dentro de él, hacia una órbita que le permitiera entrar en la atmósfera del tercer planeta. La nave entró en un ángulo de cuarenta y cinco grados, atravesó cielos oscuros, nubes y cielos luminosos nuevamente y, finalmente, se posó con suavidad en la superficie, en un entorno lacustre y con variada vegetación. No había visto ciudades en su descenso y eso le llamó la atención. No parecía posible que no las hubiera, estaba en la Tierra, no tenía dudas, la lectura de su tablero le indicaba que la atmósfera era respirable y la temperatura adecuada para la vida. Bajó de su nave y empezó a caminar tratando de identificar el lugar. Lo que brillaba sobre su cabeza era sin dudas el sol, y no hay otro planeta en el sistema solar que tuviera estas condiciones para el desarrollo de la vida, estaba en la Tierra, no cabía dudas. ¿Entonces? ¿Cómo explicar la falta de ciudades en el descenso? ¿En qué lugar había aterrizado? Creía estar en África, estaba casi segura de estar en África, si sus cálculos no habían fallado, tenía que estar en algún lugar de África, en algún lugar…claro, estaba en algún lugar de África, en algún lugar, el problema era que también estaba en algún momento, y ese era el pequeño truco con los aceleradores cuánticos, que posibilitan con la misma facilidad moverse tanto en el espacio como en el tiempo dentro del espacio, si el cálculo no se hacía correctamente y con absoluta precisión podían llevarte a un determinado lugar pero también a un determinado momento y, tal vez ese momento era otro que el que deseabas. Las plantas, los pequeños animales, todo lo que la rodeaba parecía ser del cuaternario, pero unos doscientos o doscientos veinte mil años atrás del momento en que partiera o, tal vez, unos cuantos miles de años después si la humanidad había por fin conseguido autodestruirse en su planeta original. ¿Y entonces? ¿Qué hacer? Ya no tenía combustible para intentar un nuevo vuelo ¿Plantar sus semillas y tratar de llevar adelante a los embriones de su carga? ¿Parir a su hijo y comenzar una nueva vida en un mundo casi virgen? Tenía que volver a hacer cálculos y no podía equivocarse otra vez, ya tenía muy claro que un error pequeño podía traer consecuencias enormes.
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