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Ángeles, demonios y astronautas (libro)

 



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El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se...