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Hay noches, Gárgola Ediciones 2015



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El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

No respirar

—Empecé de a poco, entrenando cada uno de mis sentidos. Primero fueron cinco segundos, que si te parecen muy pocos te invito a que hagas la prueba; después fueron ocho, diez, doce y quince. Ahí me pareció que había alcanzado mi máximo, que no iba a poder superarlo, que sin importar lo que hiciera no iba a lograr llegar al objetivo. Pero no me rendí, puse mi foco en la respiración, en ser consiente de ella y en seguir prolongándola, hice ejercicios específicos y otro aleatorios, busqué engañar a todo mi sistema y, finalmente, un día de verano pude superar la barrera: dieciocho segundos sin respirar, que después se convirtieron en veinte, veintidós, veinticinco y antes de llegar al otoño ya estaba en treinta. Y ahí encontré mi segunda pared. Treinta segundos era una enormidad, mi cerebro parecía querer estallar y apagarse, y cuando ya estaba a punto de rendirme entendí que la clave estaba justamente ahí, en mi cerebro. Empecé a distraerlo mientras ejercitaba. Diseñé una rutina específica...