Ir al contenido principal

Entradas

Llamó el Spirit

El teléfono vibró a las cuatro de la mañana. No había misiones en curso, no podía haber emergencias. La familia dormía en casa, no podían ser los chicos. Hubo un momento de duda y estiró la mano para tomar anteojos y celular. El mensaje le despertó el adormilado cerebro con el poder de una ducha helada: “Llamó el Spirit, está vivo pero raro. Sería bueno que vengas.” Saltó de la cama y mientras se duchaba le daba vueltas a la frase sin poder definir qué lo inquietaba más, si el hecho de que el Spirit se hubiera despertado en Marte después de tantos años de incomunicación o el “está vivo pero raro”, ¿raro qué? ¿raro cómo? ¿raro por qué?    Recorrió los cinco kilómetros que separaban su casa de las oficinas de la Agencia pensando una sola cosa: ¿es realmente posible que un robot pueda recibir una carga de energía tal que reactive sus circuitos por si mismo después de años de inactividad? ¿Cómo puede autoencenderse una máquina en desuso? ¿Qué puede ser más raro que eso? Fantasmas en la máq

Astronauta

 Me llamó Ricardo. Parecía muy preocupado. Hace mucho que no lo veo, ni siquiera en las redes. No sé en qué andará. Me dijo que necesitaba encontrarme, que no podía decirme el por qué por teléfono pero que tenía que verme. Sonaba mal, como si estuviera muy lejos, como si estuviera muy solo, casi como si estuviera en el medio del espacio exterior, un astronauta sin casco y desprendido de su cápsula. Y sonaba angustiado, o algo más que angustiado, no digo desesperado, pero algo así. Muy distinto a como fue siempre, tan calmado, tan superado, tan de vuelta de todo sin haber estado de ida de nada. No pudimos hablar mucho, pero quedamos para vernos un par de días después en el bar de costumbre. Me dijo que era urgente, que no faltara, que era muy importante para él. Agendé la cita, me extrañé un poco por la llamada y a los diez minutos me olvidé por completo del tema, de Ricardo y de sus posibles motivos. Por eso cuando mi celular me recordó la cita me encontró ocupado y casi al otro lado d

Schedule

 Se enorgullecía de ser un tipo tranquilo, calmado y amable, que mantenía buenos modales y manejaba sus relaciones con cordialidad en todo momento, con una única excepción: si algo le molestaba era que se le complicara la agenda. Los acontecimientos inesperados lo ponían absolutamente fuera de sí. Le pasó toda la vida y, tal vez justamente por eso, no creía que hubiera absolutamente nada extraño en ese rasgo de su personalidad y, por ende, no había nada que él tuviera que hacer para modificarlo. Quienes lo conocían sabían cómo era y debían respetarlo. Y quienes no lo frecuentaban tanto no tenían por qué objetarle ser un tipo organizado. Desayunaba a las ocho, trabajaba hasta las doce, bajaba a hacer algunas compras, almorzaba mirando la tele, volvía a trabajar hasta las seis de la tarde, iba a entrenar unas dos horas al gimnasio y cenaba siempre entre las nueve y las nueve y media. Alguien podría decir que su vida era demasiado ordenada y rutinaria, pero a él no le importaba, no molest

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo el

Un instante preciso

Es en un instante preciso. Es así, llega como un balazo. No es un proceso lento, gradual, que se vaya dando de a poco. No, es un instante, un flash, un golpe que te sacude hasta la médula y ya nada puede volver a ser como era porque cuando te das cuenta todas las fichas empiezan a ordenarse hacia atrás y hacia adelante en un dominó perfecto, un tetris mágico que pone todo en su lugar exacto y no deja un solo espacio libre. A mi me pasó una noche. Estabamos cenando con amigos y la charla era casual, las mismas anécdotas de siempre regadas con un buen vino y algunas vituallas agradables. Y fue en el preciso instante en que ella arrancó con su tono de siempre a decir lo usual cuando yo la miré y me di cuenta que ya no podía soportarla ni un segundo más. Fue una sensación física, como las mariposas en la panza el día que te enamorás pero completamente opuesta. Fue la certeza con la que mi cuerpo me dijo que si seguía un minuto más cerca de ella me iba a enfermar para siempre, que tenía que

Lo sé todo

 Lo sé todo. Sé que la Tierra tarda exactamente trescientos sesenta y cinco días, cinco horas, cuarenta y cinco minutos y cuarenta y seis segundos en dar una vuelta alrededor del sol; que las aceitunas verdes y las negras son el mismo fruto pero en distinto estado de maduración; que las palabras en latín se declinan; que los esquimales reconocen más de treinta tonalidades de blanco; que un triángulo escaleno es aquel en el que los tres lados tienen longitudes diferentes; que Sócrates jamás escribió un libro; que chocolate no es un color sino un alimento; que Yugoslavia se dividió en Bosnia y Herzegovina, Croacia, Montenegro, Macedonia del Norte, Serbia y Eslovenia; que las sandías con forma de cubo se obtienen haciendo crecer al fruto dentro de una caja; que una película se filma en veinticuatro fotogramas por segundo; que por más que su nombre signifique “ratón ciego”, los murciélagos no son roedores y, por lo tanto, poco tienen que ver con las ratas; que una cámara Gesell es un dispo

Perder el tiempo

 Hace tiempo que pierdo el tiempo pero no lo pierdo como lo perdía hace tiempo. No lo pierdo como cuando mis viejos se enojaban porque me iba de joda en lugar de estudiar o cuando por un partido de lo que fuera, colocado en horario poco conveniente, dejaba de lado toda obligación más o menos seria. O sea, no es que pierdo el tiempo de manera figurada, haciendo nada productivo pero en un ocio más o menos divertido. No no; no es eso. Hace tiempo que pierdo literalmente el tiempo, aunque esté todo el tiempo haciendo algo. Y no es que crea que alguien pueda ser totalmente dueño de su tiempo; no, no es eso. Yo también tengo claro que no siempre uno es dueño de sus momentos; pero una cosa es no ser totalmente dueño y otra muy distinta es que, de repente y sin que siquiera lo notes, tu tiempo desaparezca por completo de tu vista y no tengas ni siquiera un pequeño registro de su paso. Y es que esto es exactamente lo que me pasa hace tiempo: no tengo ni siquiera un pequeño registro de a dónde s

Sobrevalorado

 —El sexo está sobrevalorado, muy sobrevalorado. Y no digo el nuestro, cada vez que cogimos. No, lo digo en general. La humanidad entera ha sobrevalorado al sexo. Desde siempre. Bah, no sé si desde siempre, pero seguro que desde hace miles de años, desde que los sacerdotes se reservaban a las vírgenes y les inventaban poderes sobrenaturales, desde que se pintaban y grababan escenas sexuales en piezas de alfarería, desde que se justificaban guerras por el rapto de alguna mina, en fin, desde que el mundo es mundo el sexo está absolutamente sobrevalorado. Y te aclaro, antes de que pongas esa carita y empieces a revolear los ojos, no digo que yo no lo disfrute. No no, no digo eso. Lo que digo es que no se puede creer lo que las personas están dispuestas a hacer por un polvo, lo que ponen en juego, lo vulnerables que se vuelven, lo que arriesgan a todo nivel, inclusive al más elemental nivel físico. ¿Te diste cuenta lo desprotegida que queda una persona mientras coge? ¿Te pusiste a pensarlo

Procrastinar

No es que nadie le hubiera preguntado nada, pero sonrió y empezó a hablar con naturalidad: —Todo empezó en la facultad, dejando de dar los finales en el momento en que terminaba las cursadas y pensando que era mejor prepararlos en fechas posteriores. Así se me fueron acumulando materias y años de cursada y llegó un punto en que terminar la carrera se hacia dificultoso, sin horizonte claro, casi imposible. En ese entonces un amigo me contó que había una oportunidad para entrar a un barco mercante, que estaban buscando marineros y que lo único que requerían era tener ganas de trabajar. Y fui, era realmente una salida casi ideal, unos meses embarcado y fuera literalmente de todo mi mundo, sin contacto con nadie conocido y, fundamentalmente, sin contacto con Marita. Hacía tiempo que pensaba en terminar la relación, pero por una cosa u otra no lo concretaba e irme por “razones de trabajo” era una forma impecable de salir, de tomar aire, de refrescar la cabeza y, de paso, darle tiempo a ella

Y un día te encontrás

Y un día te encontrás cenando con tu pareja en tu casa y la conversación se arrastra lenta y pesada como una gota gigantesca, una burbuja de plomo líquido pero frio que rola densa sobre un campo lleno de intersticios y orificios y desvíos y meandros y obstáculos y empezás a ver la situación y te das cuenta de que te ves a vos mismo pero no sos vos y hay un hombre con tu cara y tus gestos que está sentado a esa mesa y contesta con monosílabos, o no, tal vez sean frases largas y grandilocuentes pero no podés precisarlo, no terminás de entender lo que hablan pero sí sabés que no sos vos, que no podés ser vos porque vos estás a doscientos kilómetros de ahí, observando la escena pero sin escuchar lo que dicen porque lo que dicen hace años que dejó de ser lo que tenés ganas de escuchar y entonces pensás en esa mancha pequeña que hay en el mantel, esa mancha amarilla con forma de lengua o de lagartija sin patas o de dragón, sí, eso, de dragón chino, sin alas pero volador y amarillo y tornasol