Rema. El bote es enorme, veinticinco metros de eslora por lo menos. Y es un bote. Sin velas ni motor. Y él rema. Con dos cucharas de madera, de las que las abuelas usan para revolver el guiso y que no se pegue. Parece increíble que el bote avance sólo por el agua que empujan esas dos cucharas. Y sin embargo avanza. Y a buena velocidad. Más de once nudos. Apenas un poco más, pero lo suficiente como para que el viento se sienta como si volaran sobre el agua. Rema y no se detiene. El esfuerzo se nota en su rostro, en la tensión de las venas de su cuello, en los bíceps a punto de explotar, en la espalda que le duele. Rema sin parar y el bote sigue avanzando sin costa a la vista. A pesar del peso. A pesar de la carga. A pesar de todos los pasajeros que lleva el bote. Que lo miran remar y comentan. Que le dan indicaciones. Que caminan por el bote y desequilibran los pesos. Que se enojan si el agua los salpica cuando hace frío. Que cuando sale el sol se sientan sobre sus
No importa quién seas. No importa qué hiciste. Son sólo los textos, las palabras.