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Schedule

 Se enorgullecía de ser un tipo tranquilo, calmado y amable, que mantenía buenos modales y manejaba sus relaciones con cordialidad en todo momento, con una única excepción: si algo le molestaba era que se le complicara la agenda. Los acontecimientos inesperados lo ponían absolutamente fuera de sí. Le pasó toda la vida y, tal vez justamente por eso, no creía que hubiera absolutamente nada extraño en ese rasgo de su personalidad y, por ende, no había nada que él tuviera que hacer para modificarlo. Quienes lo conocían sabían cómo era y debían respetarlo. Y quienes no lo frecuentaban tanto no tenían por qué objetarle ser un tipo organizado. Desayunaba a las ocho, trabajaba hasta las doce, bajaba a hacer algunas compras, almorzaba mirando la tele, volvía a trabajar hasta las seis de la tarde, iba a entrenar unas dos horas al gimnasio y cenaba siempre entre las nueve y las nueve y media. Alguien podría decir que su vida era demasiado ordenada y rutinaria, pero a él no le importaba, no molestaba a nadie y simplemente no quería que lo molestaran a él, un contrato con el mundo a todas luces justo, que él respetaba y sólo pedía que quienes lo rodearan también lo hicieran. Un ejemplo claro de esto es la agenda de ese día.
A las nueve y media se asomó a la ventana del living para increpar a su vecino de al lado por estar conversando en voz alta por teléfono en el balcón, lo que lo distraía y le impedía concentrarse en su trabajo que, como todos los días, realizaba en su sillón favorito junto a la ventana, bajo el sol de la mañana.
A las once y cuarto subió a pedirle a su vecina de arriba que dejara de arrastrar las sillas para realizar la limpieza cotidiana porque el ruido en su techo le generaba un terrible dolor de cabeza.
A las doce bajó a hacer las compras y aprovechó para reclamarle al encargado por la falta de respuesta del administrador del consorcio al pedido que había realizado para que colocaran cámaras de seguridad en todos los pasillos ya que las de las entradas eran insuficientes para garantizar la tranquilidad de los copropietarios.
A las doce y diez discutió con el verdulero porque las papas estaban más caras que la semana anterior y ese aumento no podía relacionarse con ninguna variable objetiva. Era imposible planificar una compra si los precios no seguían ninguna lógica.
Ya de regreso en su casa se puso realmente de muy mal humor cuando vio que no tenía señal de cable en su televisor porque estaban realizando reparaciones en el barrio y no podría almorzar mirando su show favorito. Por supuesto, llamó a Atención al Cliente y discutió durante veinte minutos con un representante comercial que sólo le pidió disculpas y no le ofreció ninguna solución.
A las tres de la tarde discutió por trabajo con un proveedor que le reclamó por no haber contestado sus mails ni siquiera con un acuse de recibo. Le dijo muy claro que él no tenía por qué contestar cuando no había una respuesta concreta para dar y que ya se comunicaría cuando la situación tuviera algún cambio.
A las cinco y cuarto le contestó de muy mala manera a un amigo que le envió un mensajito convocándolo a jugar un partido de fútbol 5 esa noche. Todos sus amigos sabían perfectamente que no toleraba que lo interrumpieran con cuestiones personales en horario de trabajo. Home office no significa no laburo, solía decir.
A las seis y media discutió con otro socio del gimnasio porque había ocupado una máquina que necesitaba en su rutina y demoraba su secuencia de ejercicios. La discusión fue subiendo de tono y los instructores tuvieron que separarlos para evitar que se fueran a las manos. A la salida estuvo media hora haciendo catarsis por teléfono con su novia porque no estaba acostumbrado a las discusiones y la situación lo había dejado extremadamente nervioso.
A las nueve y media de la noche tiró a la basura el risotto que descuidó en la cocina y se quemó. Pidió una pizza por delivery y se enojó con el repartidor por llegar veinte minutos más tarde de lo prometido y con la pizza fría.
A las once y cuarto golpeó con el palo de la escoba en el techo de su habitación para pedirle a la vecina de arriba que bajara el volumen de la tele, que así era imposible dormir.
A las once y cuarenta se sobresaltó cuando escuchó sonar el timbre de su puerta. Indignado abrió para regañar al desubicado que molestaba a esa hora. Unos cincuenta o cien de sus vecinos del edificio, del barrio y de la vida estaban a su puerta armados con palos, martillos y machetes. No llegó a abrir la boca cuando entraron y lo molieron a palos. Y molieron es literal: su cuerpo quedó deshecho en mil pedazos esparcidos por la alfombra del living cuando la turba se marchó veinte minutos después.
Tres días más tarde el encargado llamó a la policía por los olores nauseabundos que salían del departamento. Cuando quisieron investigar el hecho resultó que nadie había visto ni oído nada, que las cámaras de seguridad del edificio no habían funcionado esa noche y que los investigadores de la policía local nunca pero nunca habían oído hablar de Fuenteovejuna.





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