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Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo el tiempo al lado de un pusilánime. Y por eso no entendió cuando lo vio sacar dos libros, guardarlos en la mochilita e irse. Justo justo cuando ella comprendía que no era un pusilánime y que lo amaba. Justo justo cuando lo perdía para siempre.

        


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Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se

Schedule

 Se enorgullecía de ser un tipo tranquilo, calmado y amable, que mantenía buenos modales y manejaba sus relaciones con cordialidad en todo momento, con una única excepción: si algo le molestaba era que se le complicara la agenda. Los acontecimientos inesperados lo ponían absolutamente fuera de sí. Le pasó toda la vida y, tal vez justamente por eso, no creía que hubiera absolutamente nada extraño en ese rasgo de su personalidad y, por ende, no había nada que él tuviera que hacer para modificarlo. Quienes lo conocían sabían cómo era y debían respetarlo. Y quienes no lo frecuentaban tanto no tenían por qué objetarle ser un tipo organizado. Desayunaba a las ocho, trabajaba hasta las doce, bajaba a hacer algunas compras, almorzaba mirando la tele, volvía a trabajar hasta las seis de la tarde, iba a entrenar unas dos horas al gimnasio y cenaba siempre entre las nueve y las nueve y media. Alguien podría decir que su vida era demasiado ordenada y rutinaria, pero a él no le importaba, no molest