Un día Malena decidió salir sin sus anteojos de realidad aumentada. No lo hizo por rebeldía, jamás cuestionó el sistema ni las reglas que aprendió a obedecer desde sus días en la Casa de Primera Infancia en la que se crió. Tampoco lo hizo por curiosidad, no era una persona que quisiera conocer absolutamente nada por fuera de lo que estaba establecido para ella en el Sector 14 en donde vivía desde que terminara su educación en oficios en la Sala de Juventud. Ella sabía perfectamente que los anteojos eran obligatorios e imprescindibles para moverse eficientemente por la ciudad, que sin ellos estaría completamente aislada de toda la información necesaria para cada pequeña tarea que encarara, incluso la tan mínima como llegar sin contratiempos a su lugar de trabajo, Malena era una buena ciudadana y lo demostraba cada día. El problema fue que, por un descuido suyo en la carga, los anteojos no funcionaban esa mañana y ella no recordaba dónde había guardado el par de repuesto. Podría haber reportado la anomalía y permanecido en su hogar como indicaban las normas de procedimiento para estos casos, pero se avergonzaba por tener que reconocer su doble error, inaceptable para alguien de su edad. Pensó que si se colocaba los lentes de todas maneras, aun si haberlos recargado, pasaría desapercibida en el camino a su trabajo y allí podría ponerlos a cargar, finalmente era sólo un trayecto de unas pocas cuadras llenas de sol, arbustos floridos y personas amables. O eso pensaba mientras salía de su casa, el departamento setecientos ochenta y seis del edificio cincuenta y cuatro del tercer bloque de la decimosegunda manzana del sector. Y ese fue, precisamente, el último pensamiento amable que tuvo Malena ese día. El primer choque lo tuvo en el ascensor, que no era vidriado y con vista a la ciudad como ella disfrutaba todos los días sino un triste cubículo cerrado de metal oscuro y con manchas de óxido que parecían tener varios años de antigüedad. En la puerta del edificio no estaban los dos macetones con sendos ficus de un verde fresco y vibrante que le anunciaban un gran día cada día. En su lugar, un grafiti en rojo, negro y blanco con una leyenda que decía “Sólo no ves lo que no quieres ver” junto a una calavera con anteojos de realidad aumentada. Intentó disimular su asombro cuando detrás de ella vio que salía un vecino al que no conocía y, por primera vez en su vida, notó que en realidad no conocía a ninguno de sus vecinos. El hombre la saludó con una sonrisa detrás de sus lentes y pasó a su lado. Contestó casi mecánicamente el saludo y empezó a caminar hacia su trabajo. Lo que tenía delante de sus ojos la horrorizó. La vereda soleada por la que transitaba todos los días era hoy un sucio callejón lleno de sombras furtivas que se movían en todas direcciones. Los arbustos floridos con aves de colores posadas en sus ramas superiores eran, esta vez, montones de basura acumulados en los laterales de la calle y, aquí y allá, encaramados sobre la basura y revolviendo entre los restos, muertos vivientes sucios y vistiendo harapos parecían buscar algo, alguna cosa, cualquier cosa. Malena no pudo reprimir un grito de asombro, una pequeña exclamación que sonó absolutamente infrecuente en su calle y todos a su alrededor giraron la cabeza en su dirección. Fue un instante y todos los que caminaban con anteojos siguieron su camino y casi todos los que hurgaban en la basura siguieron en lo suyo. Casi todos, porque un hombre joven que estaba sobre una pila de restos a unos cincuenta metros por delante de su posición siguió mirándola primero con extrañeza y después casi con alegría y empezó a bajar del montículo y a correr en su dirección agitando los brazos y señalándola mientras gritaba
—Vos, sí, vos, vos me ves, ¡vos me estás viendo!
Malena pensó que se moriría en ese preciso instante, giró y salió en dirección contraria, primero caminando rápido y a los pocos pasos directamente corriendo. Tropezó con un vecino que le dijo algún improperio al que no respondió y siguió corriendo, cada vez más rápido, cada vez más lejos. Llegó a la esquina y dio vuelta a la izquierda. Pasó a toda velocidad junto a tres señoras que conversaban animadas y la miraron con extrañeza. Al llegar a una nueva esquina giró la cabeza para ver si todavía la seguía ese hombre y no lo vio. Sin relajarse del todo aminoró el paso y empezó a intentar mezclarse con la gente que caminaba tranquila hacia sus lugares de trabajo pero, sin que nadie le dijera nada, empezó a sentirse cada vez más nerviosa. Nada de lo que veía a su alrededor se parecía a la ciudad que transitaba todos los días, ni siquiera el aire tenía la misma luz de siempre, tampoco los sonidos eran los que le llevaban sus auriculares a diario, la tranquilidad habitual, los pájaros, las conversaciones alegres y las risas eran reemplazadas por silencios pesados, gritos y sirenas. La calma habitual era ahora una tensión creciente y todo lo que la rodeaba parecía estar a punto de atacarla. Sentía que estaba moviéndose en un enorme basural a cielo abierto, lleno de criaturas bizarras que en cualquier momento descubrirían su presencia y comenzarían a perseguirla como aquel hombre extraño, el que bajó corriendo de su montaña llamándola, agitando sus brazos amenazantes, diciendo cosas inexplicables. Al borde del estallido, decidió volver a su casa. Retomó el camino y se dio cuenta de que estaba perdida. No sabía cuántas cuadras había corrido ni en qué sentido había girado, no sabía dónde estaba y nada de lo que veía le parecía conocido ni le servía de referencia para orientarse. Era como si, por arte de magia se hubiera transportado al infierno y sin boleto de salida, un infierno poblado por luces, colores, sonidos y criaturas que no había visto jamás y que nunca iba a poder olvidar. Tenía que alejarse de ese lugar y tenía que hacerlo rápido porque con cada paso que daba, con cada minuto que pasaba allí sólo parecía hundirse más y más en una espiral sin salida. Llegó a una plaza, o a lo que podría haber sido una plaza si no fuera por las tiendas de campaña improvisadas con palos y retazos de plástico que se sucedían en un espacio estrecho pero abierto y sin edificios. Tal vez el espacio no era tan estrecho, pero era tal la profusión de tiendas y lo abigarrado de su disposición que lo parecía a sus ojos, que contemplaban esta irrealidad por primera vez. Una idea cruzó su mente como un rayo, ¿No era este el lago que rodeaba cuando salía a correr todas las tardes? Cuatro vueltas al lago era su marca base, cuatro vueltas a un lago que tenía el mismo perímetro que esta plaza, pero en lugar de tiendas y sombras amenazantes aguas de un azul cristalino, cisnes y flamencos. No, no podía ser, pero…¿y si era? ¿Si así es como se veía sin los anteojos? Si este era el lago, el camino a su casa era fácil, lo recorría corriendo todas las noches, era cuestión de seguir lo que dictaba su cuerpo en piloto automático e ignorar lo que le trajeran sus ojos y oídos, que por primera vez se encontraban con el entorno sin dispositivos que mediatizaran. Ignorando todo lo que veía recorrió un tercio del perímetro de la plaza y salió por una calle a la derecha, caminó a paso rápido dos cuadras, giró a la izquierda y allí enfocó derecho con la convicción de que a ocho cuadras por delante iba a encontrar su edificio. No se equivocó. Ya estaba llegando, veía a unos sesenta metros el grafiti pintado en la entrada cuando dos sombras pasaron a su lado corriendo con desesperación. Diez metros por detrás y persiguiéndolos corría un policía que ni la miró al pasar junto a ella, corrió cinco metros más, puso rodilla en tierra y disparó su arma. Los dos fugitivos cayeron en un instante y el policía ladró una orden por su radiocomunicador. Una puerta trampa ubicada en la ochava se abrió y salieron dos máquinas limpiadoras que se acercaron a los cadáveres y los rociaron con un spray que instantáneamente los redujo a cenizas. La gente pasaba junto a la escena sin notarla, esquivando las máquinas municipales de limpieza que todos los días mantenían la cuadra resplandeciente. Los buscadores en la basura intentaban mirar hacia otro lado y no mover un músculo. La única persona que miraba con cara de asombro lo que estaba pasando era Malena y eso fue su perdición. El policía giró lentamente su cabeza y la vio parada a dos metros, dura por el horror y se dirigió hacia ella. Malena quizo retomar su marcha pero ya era tarde. El policía ladró otra orden por su radiocomunicador y tres asistentes robóticos aparecieron detrás de la joven y la sujetaron con firmeza, esposaron sus manos, taparon su cabeza con una capucha y la obligaron a moverse e ingresar a lo que supuso era un vehículo que partió rápidamente.
La siguiente vez que Malena estuvo sin capucha fue en la sala de juicio virtual, donde una pantalla le informaba que había cometido el crimen de espionaje contra la sociedad y que su culpabilidad estaba probada al haber sido sorprendida por oficiales de la ley mientras circulaba por la ciudad sin los anteojos de realidad aumentada y auriculares obligatorios para todos los ciudadanos. Su defensor virtual había logrado evitarle la cárcel por ser este su primer delito pero no había logrado la declaración de inocencia, imposible en estos casos. Malena fue condenada a la pérdida total de sus derechos ciudadanos. Esto implicaba la remoción de su vivienda, sus pertenencias y todos sus dispositivos para entregárselos a otros ciudadanos que no fueran un peligro para la sociedad. Una hora después, Malena volvía a la calle que, desde ese momento, se convertiría en su hogar y donde debería hurgar en la basura para encontrar su alimento diario.
Seguir leyendo "El algoritmo decidió que yo era una señora" en Amazon