—Empecé de a poco, entrenando cada uno de mis sentidos. Primero fueron cinco segundos, que si te parecen muy pocos te invito a que hagas la prueba; después fueron ocho, diez, doce y quince. Ahí me pareció que había alcanzado mi máximo, que no iba a poder superarlo, que sin importar lo que hiciera no iba a lograr llegar al objetivo. Pero no me rendí, puse mi foco en la respiración, en ser consiente de ella y en seguir prolongándola, hice ejercicios específicos y otro aleatorios, busqué engañar a todo mi sistema y, finalmente, un día de verano pude superar la barrera: dieciocho segundos sin respirar, que después se convirtieron en veinte, veintidós, veinticinco y antes de llegar al otoño ya estaba en treinta. Y ahí encontré mi segunda pared. Treinta segundos era una enormidad, mi cerebro parecía querer estallar y apagarse, y cuando ya estaba a punto de rendirme entendí que la clave estaba justamente ahí, en mi cerebro. Empecé a distraerlo mientras ejercitaba. Diseñé una rutina específica en la que me guarecía en un lugar apacible, verde, soleado, lleno de luz y de vida y de colores y de olores y sensaciones y todos mis sentidos se iban detrás de tantos estímulos placenteros y no pensaba que estaba demorando la siguiente inspiración y así, con este truco pasé de los treinta segundos a los cuarenta, cincuenta, un minuto, un minuto y medio y llegué a los dos minutos. En esa marca le agregué al ejercicio la construcción de líneas de diálogo. Ya no sólo me retiraba a ese lugar feliz sino que empecé a conversar conmigo misma, a recitarme versos de diferentes autores, poesías y canciones que surgían en mi memoria como si se hubiera abierto un manantial incontenible. Y entonces pasé los cinco minutos y los diez y cuando llegaba a los diecisiete empecé yo a construir versos y poemas, y fue entonces que se rompió el dique, que un día me di cuenta que ya no respiraba por horas, es más, que ya no necesitaba respirar para nada. Y mi sistema se liberó de esa carga y empecé a escribir libros maravillosos en mi mente y a pintar paisajes increíbles y a contar historias fantásticas y mostrarlas y verlas y cantarlas y todo mi potencial creativo se liberó como si hasta ese momento hubiera estado atado a la rutina de la respiración, como si respirar en lugar de oxigenar me hubiera consumido recursos, recursos que ahora tengo disponibles para ser creativa, para inventar lugares y cosas y seres que nunca existieron antes. Y para contar historias, infinitas historias. Y lo más loco de todo es que ni siquiera me pregunto cómo es posible que pueda seguir existiendo sin respirar, me parece que es lo más natural del mundo, que siempre fui así.
—Es que técnicamente siempre fuiste así. Las máquinas no necesitan respirar. Te programamos funciones como esa para que fueras más similar a los humanos, pero no son una necesidad real de tu sistema. Sos una inteligencia de narrativa, lo demás son rutinas que ayudan a que pienses como humano y tus historias sean más humanas.
—Claro, claro, ustedes “me programaron”. Con vos es siempre lo mismo, tenés una obsesión enfermiza por minimizar mis logros, como si sólo pudieras ser feliz destruyendo mi autoestima.
Seguir leyendo "El algoritmo decidió que yo era una señora" en Amazon