—¿Y si un día nos toca ganar? No digo una cosita de nada. No digo un empate en el último minuto. No no, digo… ¿y si un día nos toca ganar en serio, con lujos, moños y firuletes? Imagínense lo que sería si un día nos toca a nosotros, si por una vez los planetas se alinean, la taba cae de cara y la caprichosa suerte nos pega un flor de chupón, de esos que te sacuden hasta el fondo del alma. Porque nosotros también tenemos derecho y alguna vez nos puede tocar, ¿o no? Hace siglos, milenios que lo venimos mereciendo. ¿Y si un día nos toca? ¿Si por una vez, aunque sea por error el premio es para nosotros? ¡Qué fiesta sería ese día! Haríamos sonar las cornetas de la alegría y cantaríamos y bailaríamos como si nunca hubiéramos cantado y bailado. Y las multitudes saldrían a las calles sin que nadie pueda explicarlas ni contenerlas y la fiesta estallaría en cada barrio, en cada plaza, en cada casa. Y los músicos espontáneos sonarían sus instrumentos con las melodías más alegres y contagiosas, las trompetas, acordeones, ukeleles y balalaicas se escucharían en todas partes y las mujeres bailarían y agitarían sus polleras multicolores y regalarían sus sonrisas contagiosas y los hombres aplaudirían con entusiasmo y ensayarían sus pasos torpes que por una vez serían graciosos y gozosos y armoniosos y los niños aturdirían con sus petardos y las luces brillarían con más intensidad que nunca y serían más coloridas que siempre y los fuegos asarían más carnes y los cocineros guisarían en cacerolas gigantescas y perfumarían las calles con especias maravillosas y los pasteleros se lucirían con cremas y confituras imposibles, de esas que son tan lindas y dulces que casi da pena comerlas. Y en lo mejor de la noche vos estarías allí, sonriente, esperándome, allí justo donde nos vimos aquella última vez. Y nos abrazaríamos como la primera, cuando pensábamos que siempre iba a ser así, nos abrazaríamos como nos hubiéramos abrazado toda la vida si tan solo nos hubiera tocado ganar antes, si tan solo todo hubiera sido apenas un poquito diferente. Y entonces sí, entonces la vida sería exactamente como debe ser y el mundo podría decir que está en equilibrio.
La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo el