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Vida de perros

La primera vez que conoció el sistema le voló la cabeza y, a la vez, le generó una enorme frustración. Tenía cinco años y uno de sus amigos le contó lo que sus padres le iban a regalar para su cumpleaños. Al principio realmente no lo podía creer, pensaba que no era posible. Claro, genoma, ADN, y cromosomas no eran conceptos que un chico de su edad ni siquiera hubiera escuchado con frecuencia. Muchísimo menos la idea que pudieran ser reorganizados a voluntad mediante un procedimiento externo y que esta reorganización podía, incluso, convertirte en otra cosa, en un ser vivo de otra especie. Y que encima el procedimiento pudiera ser reversible era ya, directamente, cosa de un dibujo animado. Pero no, aparentemente era real y los padres de su amigo le habían regalado para su cumpleaños una semana de vida de perros, lo llevarían a un lugar donde una máquina reordenaría sus genes, cambiaría las secuencias de su ADN (eso le dijo, “secuencias de su ADN”, como si él entendiera de lo que hablaba) y lo convertiría en un perro igual al que tenían de mascota para que viviera como él durante una semana, jugando a juegos de perros y durmiendo siestas de perros y paseando junto a otros perros para luego volverlo a llevar y revertir el proceso, volver a ser su amigo y a la escuela y a las obligaciones de los humanos (en ese momento creía que su vida de niño tenía obligaciones). Por supuesto, creyó que era una mentira grande como una casa y no quiso saber nada más del tema hasta que vio que su amigo faltaba a la escuela desde el día de su cumpleaños hasta, exactamente, una semana después, cuando regresó y no paró de hablar de lo divertido que era haber sido un perro durante una semana y de lo maravilloso que era jugar con su mascota como iguales.
Unos días después un segundo niño de su escuela contó lo mismo y luego un tercero y ya estaba claro que no podía ser una mentira porque los tres ni siquiera eran demasiado amigos entre si y porque cuál sería el sentido de decir una mentira semejante y porque además, desde muy chicos se les enseñaba a no decir mentiras y porque algo tan fabuloso no podría, no debería ser una mentira. Y no era. Un laboratorio de servicios apuntados a la experiencia de vida había desarrollado una tecnología de reordenamiento genético basada en la idea de que todos los seres vivos están formados, esencialmente, por los mismos componentes y que lo que hace que pertenezcan a una especie o a otra es la manera en que estos componentes se organizan, las secuencias de información que constituyen esa estructura. Teóricamente, creando las condiciones de presión, temperatura, energía y entorno adecuado, estas estructuras podían abrirse y reorganizarse para conformar, con el mismo material original, un ser de otra especie. Teóricamente irrefutable. Y ya no sólo teóricamente. Este laboratorio había encontrado la manera de llevarlo a la práctica y ofrecía, por un precio exorbitante, la posibilidad de convertirte en el animal que desearas por una semana. Y ahí vino la frustración, lo que cobraban por el servicio hacía que sólo pudieran adquirirlo aquellas personas extremadamente ricas y no un niño como él, hijo de una familia de clase media como la mayoría de sus amigos. Y entonces, la experiencia de ser un perro por una semana debió limitarse a escuchar los relatos de su amigo durante años y a pensar que, tal vez, algún día llegaría su oportunidad para conocer la sensación de primera mano. La idea se olvidó con la llegada de la adolescencia y el cambio de foco que concentró todo su interés en esas otras criaturas vivas que se movían a su alrededor en la escuela y eran infinitamente más interesantes e incomprensibles que cualquier animal: sus compañeras. Cómo resultar visible para ellas y, eventualmente, conseguir alguna forma de relación ocupó el ciento por ciento de su capacidad pensante y no pensante y el asunto del ordenamiento secuencial del ADN o las diferencias de genomas quedaron en el último compartimento oscuro de su cerebro, ese en el que ni siquiera había una luz de emergencia. O eso creyó por los siguientes diez años, hasta que sobre el final de su facultad su novia empezó a tratarlo con distancia, a dar señales inequívocas de estar pronta a una ruptura, a tratarlo con mucho menos afecto que a su perro. Y fue justamente esa idea la que trajo el recuerdo como un rayo desde el último cuarto al primer estante de su cerebro. Podía ser un perro una semana y comprobar si el tema era con él o si estaba equivocado y era sólo un mal momento de ella. Podía comprobar empíricamente si su novia prefería la compañía de un animal a la suya y si, efectivamente, estaba a punto de abandonarlo o todo era sólo una exageración provocada por sus inseguridades, esas que ella decía tanto le molestaban. Y podía hacerlo porque los años transcurridos habían abaratado los costos del procedimiento y hoy eran muchas las empresas que ofrecían la reconfiguración genética a precios realmente accesibles y la promocionaban como una autentica semana de vacaciones de tu propia vida, una especie de spa de vida natural por unos días para recargar las energías más básicas de todo ser vivo. Repitiendo las palabras del aviso publicitario es como se lo explicó a su novia y le dijo que necesitaba esos días porque estaba muy estresado entre el estudio y el trabajo y sentía que no le estaba pudiendo dar tiempo de calidad y que lo mejor para los dos era que se tomara una semana de vacaciones, que compartieran paseos por el parque y juegos inocentes y que luego podría volver recargado y con todas las fuerzas para encarar la próxima etapa de la relación. Ella lo escuchó y al contrario de lo que él había imaginado, estuvo totalmente de acuerdo y accedió a acompañarlo y cuidarlo durante la experiencia. Juntos concurrieron a la cita en el laboratorio y ella esperó en la sala contigua mientras a él lo introducían en una cámara aislada comandada por el software de reconversión y herméticamente sellada para evitar cruces indeseables de material genético. Dos horas después emergió convertido en un Golden Retriever de pelo brillante y sedoso, el perro favorito de ella. Lo único que hacía recordar a su anterior conformación era una pequeña mancha de nacimiento en su oreja derecha y la mirada lastimera de sus ojos profundos, que hablaba de su necesidad de recibir afecto. Ella lo llevó a su casa y no le costó mucho ganar el afecto de su mascota que pareció reconocerlo más allá de cuál era la forma en la que se organizaban sus moléculas en ese momento. Y así pasó la semana más feliz de su vida, paseando de día y de noche con el amor de su vida, corriendo detrás de una pelota al sol en el parque y persiguiendo a otros perros entre risas y ladridos. Una semana realmente increíble que lo llenó de energía, que reparó todas sus heridas con el sólo poder de una lamidas a tiempo. Y cuando la semana acabó, subió presuroso al auto para volver al laboratorio pero su novia tomó otro camino y cuando se detuvo y bajaron, si su ser perro hubiera podido leer habría visto que estaban entrando al hogar de tránsito, la casa de adopción de mascotas donde ella completó los formularios en los que lo denunciaba como un perro encontrado en situación de calle y lo dejaba a resguardo mientras le encontraban una familia que lo adoptara. Al despedirse le acarició con ternura la cabecita y, mirándolo a esos ojos lastimeros le dijo
—No creas que es por vos, es que yo soy más bien una persona de gatos.
Y se fue.  

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