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El androide y la pecera

Su nombre de serie era B3T0-3758 pero todos lo llamaban Beto desde que, en la primera misión de reconocimiento a la que fue enviado junto a una tripulación de humanos demasiado jóvenes, uno de ellos decidió que la sigla era impronunciable y llamarlo por el número final era despersonalizarlo. Por eso le imprimieron una gorra con su nombre en la frente, gorra que fue renovada varias veces a lo largo de tantos años de servicio y, con el tiempo, hasta le personalizaban las prendas reglamentarias. La verdad es que a Beto el tema de la despersonalización o no nunca pareció que le importara, no estaba programado para ese tipo de emociones, pero de alguna manera no descriptible en sus sistemas pareció que su nuevo nombre le caía bien y lo uso en los cincuenta años de trabajo en la corporación minera Galaxia NGC185 con las sucesivas tripulaciones para las que sirvió como explorador. Que ese androide se llamaba Beto ya lo sabían todos y era absolutamente normal, incluso en los períodos en los que entraba a reparación en la base del comando central. En las misiones, Beto era el encargado de las primeras tareas en ambientes privados de atmósfera. Siendo un androide, no necesitaba respirar y podía permanecer por mucho tiempo estableciendo las bases para que sus compañeros de misión pudieran operar más seguros. Era un trabajador consistente y, como la mayoría de los androides de su generación, no cometía errores evitables. En los descansos permanecía a cierta distancia de sus compañeros humanos, siempre solícito y bien predispuesto a cumplir cualquier tarea que se le solicitara y que sirviera para ayudar a cualquiera de los miembros del grupo. Conversaba poco pero siempre respondía con amabilidad a lo que se le preguntara. Pertenecía a una generación de androides diseñados para el trabajo en condiciones exigentes por lo que no se le habían programado habilidades sociales extraordinarias por encima de las exclusivamente necesarias para integrarse correctamente en un grupo de mineros espaciales. Toleraba perfectamente cualquier tipo de broma que los humanos hicieran a costa de él o de otros robots y nunca mostró una emoción adquirida por su AI que no hubiera sido programada expresamente en los cuarteles centrales. Por todo esto es que cuando llegó su momento de obsolescencia, cuando ya era imposible seguir renovando sus versiones y las nuevas generaciones de androides lo superaban ampliamente en posibilidades y performance, hubo algunas personas en el grupo de sistemas de apoyo de la corporación que sintieron cierta pena al momento de decidir mandarlo a desguace y entonces su pedido, por más que fuera muy inusual, fue escuchado y rápidamente concedido. Beto solicitó que, en lugar de desguazarlo, lo enviaran a la instalación minera abandonada en el asteroide en donde cumpliera su primera misión, donde él podría continuar su existencia sin ser un costo para la corporación y serviría para ayudar a posibles tripulaciones que tuvieran que pasar por allí en alguna emergencia eventual o para recargar energía con los paneles existentes. Los dioses de la empatía lo favorecieron y Beto se convirtió en el único habitante de una instalación abandonada en un asteroide perdido que en toda la cartografía de la corporación pasó a llamarse 10-d-B3T0. Reactivó el vivero y con algunas semillas que quedaron olvidadas en antiguas misiones cultivó diversas plantas, básicamente comestibles, con las que ocupaba sus días tratando de generarles cada vez mejores condiciones de vida. Por las mañanas Beto trabajaba en el invernadero y por las tardes caminaba hasta un acantilado en donde contemplaba el espectáculo increíble de la puesta de su sol, una estrella joven y azul no tan típica en galaxias como la que explotaba la corporación. Todas las tardes Beto se quedaba quieto durante un largo rato ante el espectáculo de luces y colores que mostraba su cielo y después regresaba a la base donde adquirió la costumbre de permanecer inactivo durante las noches, aunque los androides no necesitan dormir. Beto dedicaba la mayor parte de su tiempo a las plantas y una de ellas se convirtió en su favorita, tal vez por haber sido la que más cuidados requirió o tal vez por haber sido totalmente inesperada. Se trataba de un roble, mejor dicho, de un bonsái de roble. No era razonable que en una estación minera hubiera una semilla de roble, que seguramente iba en algún paquete destinado a planetas con atmósfera compatible con la Tierra y, vaya a saberse por qué circunstancias azarosas había caído entre las semillas de especies comestibles llevadas por las misiones mineras en sus exploraciones. No era razonable que hubiera una semilla de roble en ese asteroide pero tampoco era razonable que viviera allí un androide obsoleto que invirtiera tiempo y esfuerzos en ayudarla a convertirse en un hermoso bonsái a imagen, semejanza y escala de los más frondosos robles que pudiera encontrase en la tierra. Y el tiempo y los cuidados jugaron a favor no sólo de su roble sino de todas las plantas de Beto, que florecían en su invernadero daban frutos y semillas que permitían crear nuevas plantas por lo que, con los años, la antigua instalación minera se convirtió en un gran reservorio verde, alimentado con la luz solar que los paneles convertían en energía y el agua y el oxígeno que las usinas de la antigua mina seguían sintetizando a partir de los hielos de profundidad del asteroide.
Cuando un viejo contrabandista descendió en emergencia en el asteroide, quince años después de que Beto fuera abandonado en el lugar, no podía creer lo que encontró. Un auténtico paraíso donde descansar, alimentarse con frutas y verduras frescas y reparar su nave con la ayuda de un droide amable y bien predispuesto que no hacía preguntas molestas ni necesitaba explicaciones que no iban a darle. Tan agradecido quedó el hombre que preguntó si podía hacer algo por el robot en alguna escala de sus viajes. Beto pensó un momento y le pidió que, si era posible, alguna vez que volviera a pasar cerca de su asteroide le trajera una pecera de un metro cúbico, que eso era lo único que necesitaba. Al contrabandista le pareció un pedido extraño pero no lo pensó demasiado y se comprometió a cumplirlo. Y así lo hizo, cinco años después, cuando en una pelea por una carga que parecía tener varios dueños, se quedó con una serie de tanques de anguilas que fueron vendidas por mucho dinero en un planeta cercano a la zona del asteroide, el contrabandista pidió quedarse con un tanque una vez descargadas las anguilas y aterrizó con él unos días después en el jardín de Beto, donde repuso fuerzas y víveres y marchó, preguntándose de dónde pensaba sacar los peces el androide. Pero no había peces. Beto construyó con la pecera y la base de un carro minero una suerte de cápsula de oxígeno, pequeño vivero móvil con el que lleva a su bonsái cuando sale todas las tardes. Desde ese momento Beto contempla los atardeceres junto a su roble, que agradece profundamente esos momentos de sol real sacudiendo las hojas nuevas y tomando un rojo más intenso en la época invernal. 






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