Cuenta una antigua leyenda que en un rincón del mundo hay una montaña con hielos eternos que tiene en su cima un monasterio donde un grupo de monjes buscan y educan a los niños que duermen, los elegidos, los soñadores, los niños D. Según esta leyenda pueden pasar cientos, miles de años entre la aparición de un niño y otro y no hay nada a priori que indique que un recién nacido sea un niño D, ni el género ni el color de piel o de ojos ni ninguna marca visible, sólo la certeza de los monjes de que un nuevo niño ha aparecido en alguna casa del valle, de ese valle habitado por descendientes de todos los posibles humanos de este mundo. Cuando nace uno, rápidamente los monjes lo llevan al monasterio donde el niño aprende todos los secretos del universo, desde cómo nace una estrella hasta cuántos huevos se necesitan para que un omelette sea perfecto. Todo, absolutamente todo. Y pueden aprenderlo y hasta les resulta sencillo justamente porque los monjes no se equivocan cuando eligen a un niño D, porque no existe posibilidad de error cuando todos los monjes en el mismo momento y sin haber siquiera conversado sobre el tema interrumpen sus rezos con la absoluta certeza de que un niño ha nacido. Cuenta la leyenda que los monjes instruyen al niño durante años hasta que, con la misma convicción con la que lo eligieron, consideran que ya está listo para su viaje creador y lo llevan a dormir. En los primeros milenios, el sueño de los niños se prolongaba en cuevas ocultas en el glaciar de la montaña, donde los monjes los acostaban entre los hielos eternos con todos los signos de la leyenda bordados en su ropa. Hoy en día, los monjes envían a los niños D en cápsulas errantes, que vagan por el espacio infinito protegiendo el sueño eterno de los soñadores, garantizando que uno de ellos llegue a cumplir con su propósito, porque eso es lo que dice la leyenda, que sólo uno entre los niños logrará cumplir con la misión para la que fue elegido. Según esta leyenda, el niño 102 entró en su cápsula de criosueño una noche de verano y comenzó su viaje hacia el infinito entre los cánticos rítmicos de los monjes que lo criaron. Dicen que los primeros cien años de viaje no soñó nada, absolutamente nada, frente a sus ojos y oídos internos sólo había oscuridad y silencio. Nada de nada de nada. Hasta que un día un rayo de luz estremeció su cerebro y cegó su mirada dormida. Sólo algunos instantes después escuchó el trueno, y ahí sí comenzó a soñar. Soñó primero con un universo vasto, enorme, infinito, lleno de gas y polvo. Durante siglos siguió soñando ese universo y acumulando gases y polvo en nebulosas variadas y definidas. Un día su imaginación comprimió gas y polvo en distintos sectores del universo y los convirtió en estrellas que generaban energía. Sus estrellas se atraían entre si y crecían y explotaban y a su alrededor el polvo se acumulaba y aglutinaba y formaba planetas y asteroides que las orbitaban y donde se acumulaban distintos elementos, todos originados en los hornos de energía de las estrellas. Al niño le encantaba jugar en su sueño con los hornos de sus estrellas y probaba distintas variantes de temperatura y presión para obtener diferentes productos. A veces se excedía en lo riguroso de las condiciones y las estrellas ardían en tremendas explosiones que lo llenaban de gozo y tanto le gustaba este sueño y tan poca importancia tiene el tiempo en la eternidad del espacio infinito que el niño lo soñó por miles de años, creando cada vez más y más estrellas y planetas. Hasta que un día su imaginación inagotable se concentró en un planeta cualquiera de los cientos de miles de millones que había creado y lo imaginó con tierra y agua, y con un cielo celeste que lo protegiera de las locuras del espacio. Y le gustó lo que había hecho con ese planeta y entonces soñó como algunos elementos del polvo de estrellas se combinaban y fundían y pasaban de inorgánicos a orgánicos y comenzaba la vida en forma de microscópicas bacterias que evolucionarían y crecerían y darían origen a infinitas especies y formas. Y el niño soñó plantas y animales, soñó mares y bosques, soñó noches y días y lluvias y nieves y desiertos y quebradas, soñó atardeceres, soñó peces y flores, soñó tormentas y meteoritos, soñó y soñó durante miles de años de su travesía por el espacio. Y un día soñó al hombre, primero casi como un animal más y después mas estilizado, más indefenso, más parecido a los hombres y mujeres que había conocido antes de empezar a soñar. Y soñó culturas y religiones y tecnologías. Y soñó civilizaciones enteras que crecían, brillaban y se extinguían. Y soñó guerras y muertes y destrucciones. Y soñó enamorados. Y soñó música. Y soñó juegos, danzas y sonrisas. Y soñó fuegos. Y soñó ciudades y pueblos y aldeas. Y soñó una montaña con hielos eternos y con un convento en la cima donde un grupo de monjes buscan y educan a niños que duerman y en sus sueños aseguren la existencia del universo.
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