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Un problema cuántico

Su cabeza estaba a punto de estallar. Su cabeza y todo su cuerpo. Sentía la ira crecer desde su estómago y tomar dominio de su ser, buscando la acción que permitiera la descarga. Qué maravilloso sería tener el poder de explotar en una combustión descontrolada, que tirara abajo todo el sector con sus edificios, sus plazas, sus comercios y con él, sobre todo con él. Él y su sonrisa bobalicona. Él y su sarcasmo hiriente. Él y su necedad irreductible. Él y su absoluta imposibilidad de empatizar, de aunque sea por un momento ponerse en su lugar y decir eso que ella estaba esperando, eso que ella necesitaba oír, aunque sea sólo por mostrarle que a él le interesaba y que quería su bienestar, aunque sea sólo por hacerla feliz un rato, ese rato que faltaba para marcharse al centro de partida y subirse a la nave que la llevaría a las colonias en un viaje de trescientos años de criosueño. ¿Cómo dormir trescientos años con esta furia? Nunca le gustó irse a dormir enojada, ¿Cómo soportarlo ahora, justo hoy? Justo cuando empezaba el viaje a la nueva etapa que habían planeado juntos, a ese nuevo comienzo literalmente en otro mundo, en ese otro mundo que habían elegido y que los esperaba lleno de oportunidades. ¿De oportunidades para qué? ¿Para que él siguiera sin escucharla pero en un contexto diferente? ¿Para volver a ser infeliz pero más lejos? ¿Otra galaxia lo convertiría en otra persona? No en otra persona, no quería compartir su nueva vida con otra persona, quería compartirla con él, sólo que sin que él fuera tan él, que él fuera él pero también un poquito más lo que ella siempre le había pedido que fuera, él pero como ella se lo imaginaba y no siempre como él obstinadamente decidía y la contradecía, la frustraba, la enfurecía, eso, la enfurecía, y encima ahora iba a tener que tragarse esa furia por una semana hasta que él la alcanzara en su nuevo hogar con el viaje de la segunda nave, la que había reservado por equivocación y no había conseguido corregir el error y cambiar el pasaje. Es que claro, para corregir errores primero hay que admitirlos y él jamás había estado dispuesto a admitir que estuviera equivocado en algo, y no, una semana no era un problema pero una semana de furia contenida era mucho más de lo que ella había imaginado para el comienzo de su nueva vida, una semana en la que la discusión iba a crecer en su cabeza esperando que él llegue para vomitarle todo lo que ahora su furia le impedía poner en palabras. Y ya se imaginaba la respuesta, esa sonrisa canchera a medio camino en su boca y la mirada de juicio rebajándola al nivel de la locura por no poder controlar sus impulsos. Tenía impulsos porque estaba viva, porque se emocionaba, porque le importaban los otros. Eso, porque le importaban los otros. ¿Alguna vez en su vida se le había ocurrido aunque sea por un segundo ponerse en lugar de los otros? Jamás, y ahora tenía que esperar una semana para volver a decírselo. Trescientos años y una semana, aunque los trescientos años se convirtieran en su cerebro en el sueño de una noche. Pero allí iba a estar, esperándolo con sus argumentos bien preparados, con una semana para elegir con toda claridad las palabras aunque sabiendo que, finalmente, iban a volver a salir a borbotones a la primera respuesta altiva que escuchara porque, no tenía dudas, en esa semana él no iba a pensar ni siquiera una vez en todo lo que había pasado y no iba a cambiar esa actitud soberbia con la que la miraba ahora, cuando sonaba el aviso de que su transporte la esperaba en la calle.
Un imponderable de esos que siempre surgen, un desperfecto en el acelerador cuántico de la nave, impidió que él zarpara una semana después e hizo que el viaje se postergara por tres días. Una enfermedad infectocontagiosa que no se había manifestado hasta apenas la noche anterior al despegue le impidió estar abordo en la nueva fecha de salida. Y una extraña sensación de tranquilidad, que hacía mucho no sentía sumada a una propuesta de trabajo que mejoraba sensiblemente su situación, hicieron que demorara su partida una y otra vez, pensando que la demora no era tan grave ya que ella dormía tranquilamente en el espacio y ya tendría tiempo para contarle cuando volvieran a verse. Lo malo es que esa tranquilidad duró diez años y, cuando finalmente decidió embarcarse, el constante progreso tecnológico había logrado mejorar la performance de los motores y las nuevas naves intergalácticas realizaban el viaje con un diez por ciento más de velocidad y eficiencia, por lo que él llegaría a las colonias en doscientos setenta años de travesía, exactamente veinte años antes que ella aunque con una década más de edad, que se transformó en tres cuando ella, veinte años después, aterrizó finalmente en las colonias. La sorpresa fue enorme cuando lo vio allí, esperándola en la estación de transbordo, tan igual a su suegro pero tan distinto a su pareja. La resaca de la furia por la discusión del día anterior a dormirse no había pasado y debía chocar con la vertiginosa necesidad de entender las canas y las marcas en la piel de un hombre que decía ser él, que en algo se parecía a él pero que definitivamente era otro. Otro con treinta años de vivencias en las que ella no había estado. Otro con sabidurías que no había aprendido a su lado. Otro con paciencias que no había desarrollado por ella. Otro con cordialidades y ternuras que ella no le había enseñado. Otro con el que recomenzar la discusión y descargar su furia era imposible, no sólo porque él ya no parecía merecerlo sino, fundamentalmente, porque ya no podía tenía tener, ni siquiera, una mínima idea de cuál era la razón por la que ella lo detestaba tanto. 







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