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Juan quería vivir

Hacía ya trescientos años que la humanidad había solucionado el problema de la superpoblación. Cuando los adelantos tecnológicos lograron que el hombre viviera entre quinientos y seiscientos  años, el problema de la falta de alimentos y, sobre todo, de espacio se había convertido en acuciante. Hubo muchos intentos de solucionarlo y ninguno había resultado eficaz hasta que la Corporación Planetaria Gobernante, el organismo que tomaba todas las decisiones del planeta, finalmente encontró la mejor, más justa y eficaz manera de solucionarlo. Construyó una supercomputadora (súper por su capacidad de procesamiento, aprendizaje y respuesta, no por su tamaño ya que cabía en la cabeza de un alfiler) que tomando en cuenta infinitas variables entre las que se contaban antecedentes, actualidades, perspectivas futuras y merecimientos decidía qué personas debían morir cada año para mantener el equilibrio y la prosperidad del planeta. El software que realizaba el cálculo, al que llamaron MAAT (Método de Análisis Aleatorio de Trascendencia), entregaba cada 2 de noviembre el listado de cuántos y sobre todo de quiénes debían sacrificarse para el bien de la humanidad. Y nada tenía que ver el azar ni las influencias externas con este listado. MAAT era una AI inviolable y su programa se atenía estrictamente a los parámetros de calificación predeterminados en su algoritmo para seleccionar los candidatos al sacrificio. La cantidad de variables que analizaba era gigantesca y sólo se conocían algunos datos que servían para que la población de todo el mundo estuviera segura y tranquila de que el sistema era justo y era la mejor manera de garantizar la supervivencia de la especie, por lo menos hasta que el sol mutara a gigante roja y destruyera el planeta, pero para eso faltaban algunos miles de millones de años y ya habría tiempo para solucionar también esa amenaza. En los primeros años de funcionamiento de este sistema hubo algunas resistencias pero rápidamente fueron sofocadas y la humanidad se convenció de que ésta era la forma más justa e inclusiva para solucionar el problema que generaba la constante prolongación del promedio de vida esperado para toda la población. Y el acento para que la humanidad se convenciera rápidamente estuvo puesto, justamente, en esos dos conceptos: la justicia y la inclusión. Es que MAAT mostraba no hacer ningún tipo de diferencia por edad, raza, género, religión, clase social o cualquier otra cuestión que se tomara como parámetro. Todos los habitantes del planeta eran considerados posibles para el sacrificio y la lista entregada cada año era absolutamente variada, plural e inobjetable. Esto silenció rápidamente las protestas y convenció a los grupos rebeldes de los primeros años. Esto y la pena de destierro en una cápsula errante enviada hacia los confines del universo para quienes, aun sabiendo los beneficios que el sacrificio traía al bien común, se resistían a aceptar los designios de MAAT.
Trescientos años pasaron desde el primer listado de sacrificados y ya hacía demasiado tiempo que la humanidad lo aceptaba como algo absolutamente natural, como el sol que sale por las mañanas o las mareas que se mueven al ritmo de la luna. Los designados eran recordados como verdaderos héroes y sus nombres servían para nominar plazas, calles y edificios de todo el mundo. Sus familias recibían una pensión vitalicia (hacía mucho que el dinero no era un problema para la Corporación Planetaria Gobernante, desde la implementación del sistema único de tributación universal) y el mundo seguía andando en su lento viaje alrededor del sol, en un equilibrio perfecto entre nacimientos, que ya no eran tantos, y sacrificios. Hasta ese año en el que Juan resultó ser uno de los elegidos del 2 de noviembre. En sus treinta y tres años de vida Juan nunca había cuestionado el sistema; es más, ni siquiera había reflexionado al respecto. Le parecía absolutamente natural, como a todo el mundo e incluso había asistido a varias fiestas de homenaje y despedida para algunos familiares y amigos que habían sido parte de selecciones anteriores sin que esto le generara ninguna clase de inquietud. Por eso hasta él mismo se sorprendió cuando, al recibir la comunicación oficial de que era uno de los designados para el sacrificio, su cuerpo empezó a mostrarle una cierta sensación de inquietud que le decía que algo no estaba del todo bien. No era una reacción de pánico exagerada ni mucho menos un brote, pero sentía un hormigueo general, una incomodidad casi indefinible pero muy claramente presente que le nublaba la posibilidad de fijar su atención incluso en las tareas cotidianas más sencillas. Y empezó a tener dificultades para dormir de noche, para permanecer despierto de día y hasta para comer saludablemente o para conversar aunque fuera brevemente con otras personas. Y un día comprendió casi como en una epifanía, que lo que su cuerpo le estaba diciendo y su cerebro tardaba en racionalizar era un mensaje muy claro, Juan quería vivir.
Al primero que se lo contó fue a Carlos, su amigo de toda la vida, ese con el que había compartido cada uno de los momentos importantes que recordaba, las escuelas, los campamentos infantiles, las vacaciones, los deportes, las primeras novias y los sueños. Cuando se lo dijo Carlos lo miró como se mira a un marciano que acaba de aterrizar frente a tus ojos, como si se hubiera encontrado una nueva especie viva en su camino y no pudiera ni siquiera clasificarla. ¿Cómo que vos querés vivir? ¿Vos te ponés por encima de toda la humanidad? ¿Vos querés vivir y no te importa asesinar a todo el planeta en el camino? Juan sabía que estas mismas preguntas son las que él hubiera hecho si el caso fuera el inverso pero no podía solucionarlo, Juan quería vivir.
Carlos no volvió a hablarle e hizo lo que cualquier ciudadano responsable haría al tener conocimiento de semejante anomalía, lo denunció a las autoridades. Los integrantes del Escuadrón de Limpieza de Anomalías y Excentricidades lo capturaron al instante, irrumpiendo violentamente en el pequeño departamento del sector veintisiete que Juan tenía asignado desde hacía más de diez años. Si bien la comunicación oficial fue que Juan padecía una enfermedad infecciosa extremadamente rara y peligrosa, su captura y posterior desaparición generó algunas dudas entre sus vecinos y conocidos y un rumor empezó a correr: Juan quería vivir.
En el Centro de Detención y Desapariciones del Escuadrón, Juan recibió primero la visita del Comité Científico para la Continuidad y Mejora de MAAT. Le hablaron de las diferentes progresiones de crecimiento de la población que se darían si no existiera el programa, de la escasez de recursos casi inmediata que se generaría, de las hambrunas y guerras que se sucederían y de la extinción final de la humanidad e, incluso, del planeta como tal y todas las especies que vivían en él. No era, en verdad, algo que Juan desconociera. Lo mismo se enseñaba en todas las escuelas del mundo, todos los años y para todas las edades. Sí había en el discurso de los científicos más datos, detalles, cuadros y gráficos que los que recordaba pero la información racional era más o menos la misma. Varias semanas duraron las charlas y a todas escuchaba Juan con la misma buena predisposición pero, por las noches, volvía a sentir la incomodidad y la falta de sueño porque, más allá de que entendía los números y fórmulas desde lo racional, Juan quería vivir.
La segunda visita que recibió fue la del Comité del Bien Pensar. Como Juan no era religioso, el Comité le planteó la discusión filosófica acerca del peso que podía tener su vida respecto a la vida de todos los demás seres del planeta y esto incluía no sólo a hombres, mujeres y niños sino a todos los animales y plantas que alguna vez hubieran existido o que fueran a existir en el futuro. El individualismo que mostraba Juan no sólo era éticamente inaceptable sino que terminaba siendo prácticamente autodestructivo si se extendía a otros sacrificados, ya que si la vida en el planeta desaparecía por la eventual negativa a aceptar su destino de los posibles Juanes que surgieran, su propia vida también se vería condenada a la extinción ya que quedarían solos en un planeta sin alimentos y sin oxígeno. Juan escuchaba los argumentos, asentía desde la lógica y trataba de acompañar los razonamientos sin poder encontrarle objeciones hasta que los miembros del Comité se retiraban de su celda y, a los pocos minutos de encontrase solo entre las cuatro paredes grises que lo rodeaban, la incomodidad volvía, la convicción se retiraba, los argumentos le resultaban abstractos y Juan quería vivir.
El tercer grupo que lo visitó fueron sus afectos, no todos pero si aquellos seleccionados por el Comité para la Bienintencionada Manipulación que pudieran resultar más significativos para Juan y que aceptaran no contar jamás lo sucedido bajo pena de destierro en cápsula errante. Aquí la extorsión fue mucho más directa. Juan se sintió un absoluto miserable y desalmado al ver que ponía en riesgo la supervivencia de todas las personas que creía amar por el absurdo capricho de no querer aceptar el honor que le había sido conferido, desde la ridícula nimiedad de una supuesta incomodidad orgánica. Juan lloraba en su celda junto a cada una de las personas que lo visitaban, acariciaba y besaba las cabezas de los niños, se conmovía junto a los mayores y se juramentaba a cumplir con su cometido frente a cada uno de sus visitantes, pero una vez que se marchaban y quedaba solo, en la oscuridad nocturna de su celda y envuelto en el pesado silencio que presagiaba la nada que lo esperaba, el malestar físico volvía y Juan quería vivir.
Lo torturaron. El Comité para la Reafirmación de la Voluntad envió a sus mejores agentes (sus peores hombres para ser exactos) que dedicaron enormes esfuerzos a provocarle los mayores dolores posibles para hacerlo firmar el Acta de Aceptación ya firmada con alegría por todos los demás seleccionados para sacrificarse ese año. Le arrancaron las uñas, quemaron con ácido sus partes más sensibles, lo colgaron de los pies durante días, lo mojaban con agua helada o hirviendo alternadamente, flagelaron sus carnes de por si magras tras tantas semanas de cautiverio pero nada. Y no es que Juan fuera particularmente resistente o indiferente al dolor; no, no lo era, de hecho cuando comenzaban las sesiones de tortura juraba que firmaría y que no presentaría ninguna resistencia pero en el momento exacto en que lo llevaban ante el Gran Escribano para ratificar su aceptación, Juan quería vivir.
Y fue una de esas noches entre sesiones de tortura cuando Juan encontró una oportunidad. Tal vez pensando que estaba demasiado débil para necesitar vigilancia o tal vez como una velada manera de resolver la situación de una vez y para siempre, la puerta de su celda no trabó con el sonido de siempre y Juan entendió que había quedado abierta. Permaneció aparentando su desmayo por varias horas y, en lo que creyó era el medio de la noche, tanteó la cerradura y vio que podía salir. Tratando de no hacer ningún ruido fue atravesando pasillos desiertos hasta acercarse a la puerta de salida del Centro, puerta que estaba vigilada por cuatro guardias que jugaban a las cartas después de siglos sin incidentes. Juan abrió los cerrojos y salió a la calle antes de que nadie lo notara y se perdió en la noche oscura, corriendo sin saber muy bien hacia dónde ir.
Dos días duró Juan en libertad antes de que los agentes del Comité para la Erradicación de Malezas lo encontraran y exterminaran en el mismo lugar que lo hallaron, enterrándolo en una fosa común bajo el nombre de NN Masculino 36782. Dos días que no alcanzaron para que se recuperara de las heridas provocadas por las torturas pero sí para que comenzara a construirse una leyenda y a circular de boca en boca a pesar de todos los recursos que invirtió la Corporación Planetaria Gobernante para acallarla. Y una noche cualquiera de ese año memorable, alguien desactivó una cámara de vigilancia de una calle desierta y escribió en una pared la consigna que comenzó la revolución en el mundo. Con aerosol rojo sobre el muro gris y descascarado pintó un grafiti que decía “Juan quería vivir”.





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