Su muerte se publicó en un diario pero no fue una noticia, apenas un pequeño texto en los avisos fúnebres. Antonio Douglas falleció de muerte natural a los 92 años y sus familiares lamentaban su partida y rogaban por el eterno descanso de su alma. Era sólo un aviso en el mar de avisos similares anunciando la muerte de otras personas ese día, un día más. Nada decía el aviso acerca de que quien había muerto era el primero y tal vez el único ser humano que había descubierto la forma de viajar en el tiempo, ni acerca de que había utilizado su invento cada día de los últimos sesenta años, sin dejar pasar uno solo. Antonio era físico y casi por casualidad, mientras investigaba modelos matemáticos basados en la teoría de cuerdas, había encontrado la manera de utilizar agujeros de gusano para viajar no a través de grandes distancias físicas sino a través del tiempo, entendiéndolo como una dimensión del universo. Antonio utilizaba su descubrimiento para hacer un túnel que le permitía desplazarse no a otro sitio sino a otro momento, y momento está en singular porque Antonio utilizó su túnel de gusano durante todos los días de los sesenta años que sucedieron a su descubrimiento para volver a esa noche, a ese bar y sentarse a la mesa contigua a esa pareja que, durante cuatro horas conversaba totalmente ajena a todo lo que sucediera en el universo, los ojos dentro de los ojos con un discreto brillo de humedad, las manos cerca de las manos, apenas gesticulando para no alejar la posibilidad de rozarse casi como sin querer, las risas y sonrisas cómplices, las promesas tácitas que aseguraban iban a vencer al tiempo, iban a ser eternas. Cada noche Antonio se encerraba en su estudio y nadie volvía a verlo hasta la mañana siguiente. Cada noche Antonio volvía a caminar por las calles de esa Buenos Aires alegre que lo llevaban a ese pub, se sentaba a su mesa, ordenaba el mismo whisky y observaba en silencio casi reverencial como el joven Antonio creía que era imposible ser más feliz que en ese momento y que su felicidad iba a durar toda la vida porque toda la vida la iba a pasar junto a ella.
—El problema son las esporas, son radioactivas y vaya Dios a saber qué más y no paran de caer, llevamos seis meses en esta puta colina y no parece que vaya a cambiar. Todos los días salgo a tomar muestras, todos los días tengo una lluvia de esporas sobre mi cabeza, todos los días me expongo a riesgos que ni siquiera podemos calcular. —Bueno, de eso se trata el trabajo, cuando aceptás una misión de exploración y reconocimiento básicamente estás aceptando correr riesgos que ni siquiera se pueden calcular a priori… —No, no esto, no estar meses y meses bajo una lluvia de esporas radioactivas, para esto era preferible que mandaran sondas y robots. —Ya los mandaron, nosotros somos la segunda ola, detrás nuestro vendrán los científicos y, si todo sale bien, los mineros y sus máquinas. —¿Y cómo mierda creen que todo puede salir bien si no para de llover esporas? —Hasta ahora no han podido comprobar que causen otro problema por fuera de la radioactividad, y los trajes son suficiente protección....