Una amarra puede cortarse accidentalmente. No es lo más habitual, pero sucede. A veces es el propio desgaste del material, sometido a las inclemencias del tiempo, las tensiones y los roces constantes. A veces un defecto de origen. A veces, simplemente de todo un poco.
El Mal Llevado III se desamarró un sábado de tormenta a las cuatro treinta de la mañana. Y se conoce con precisión la hora porque las cámaras de seguridad de la marina muestran el momento exacto en el que abandona su posición y avanza con el viento hacia la boca de salida, como timoneado por un piloto fantasma. El barco camina firme y sin apuro y sale al río sin encontrar ningún obstáculo, la entrada al puerto es abierta, fácil de sortear. Lo que si parece realmente extraño es que haya logrado virar al pasar la escollera que protege a la bahía del oleaje exterior, pero probablemente la suma de las corrientes y el viento -que a esa hora superaba los veinte nudos- colocaron al pequeño velero en el rumbo exacto que lleva a las aguas del río a desembocar en el mar. La última imagen del Mal Llevado la da una cámara de observación de aves de una sociedad colombófila, que lo registra pasando la desembocadura del río a las siete cuarenta y cinco de esa mañana. Navegando a buena velocidad, para las ocho está en mar abierto. Y entonces despliega sus velas. Al principio tomando rizos por la tormenta, pero a medida que el viento se va normalizando los paños se van soltando y para el mediodía el barco navega a toda vela. Y la maniobra no le resulta complicada, a esta altura la realizó tantas veces que la falta de tripulación es casi un detalle. No hace bordes, navega todo el día en línea recta siguiendo la dirección a la que lo empujan sus velas. Con tripulantes nunca se había alejado más de treinta millas de la costa. Según su capitán, el viento y el oleaje podían causarle daños irreparables, pero el Mal Llevado es un barco ágil y aguerrido, que disfruta cabalgar las olas escorado a casi cincuenta grados, nunca se quejó, no va a hacerlo ahora mientras avanza con el sol dorando sus velas, los catavientos bien paralelos al horizonte y la espuma golpeando su proa. Por un rato un grupo de delfines lo acompaña jugando en su estela. Se turnan para saltar y dar vueltas de torpedo en el aire, como celebrando la carrera libre del velerito que no teme adentrarse en el mar, ni siquiera cuando éste se convierte en océano, aunque claro, sin el GPS encendido determinar ese límite es un poco complicado y el Mal Llevado no está para esos detalles, está para correr, para volar solo e irse lejos, muy lejos, allá donde el agua lo acune, donde la brisa lo haga liviano, etéreo. Cuando cae la noche el oleaje se calma y el cielo se despeja. El Mal llevado sigue navegando al garete, rodeado de estrellas que brillan sobre su único mástil y bajo su casco, en el agua que las espeja. El velerito es una nave pequeña, casi una gaviota grande, que vuela en medio de un espacio oscuro lleno de luces que brillan y bailan y juegan a su alrededor como luciérnagas en una noche de verano.
Cuando el interceptor de la Corporación Espacial detectó en su radar esa forma extraña dudó un poco. Por la lentitud con la que se desplazaba no podía ser una nave comercial de las que habitualmente cruzan la galaxia de Andrómeda transportando el producto de las minas. Más bien un muy pequeño asteroide, pero su rumbo parecía contradecir las fuerzas de gravedad de ese cuadrante. Intentó comunicarse por radio, pero no obtuvo respuesta. Tal vez fuera sólo alguna forma de basura espacial, pero ese rumbo casi tenaz lo desorientó y decidió acercarse. Cuando lo tuvo a la vista en el cristal de su cabina no pudo creerlo. Allí estaba un antiguo velero, de los que navegaban las aguas de la Tierra hace tres mil años, surcando a toda vela el espacio vacío con rumbo a lo desconocido, el único lugar al que parecía tener sentido llegar.
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