Me llamó Ricardo. Parecía muy preocupado. Hace mucho que no lo veo, ni siquiera en las redes. No sé en qué andará. Me dijo que necesitaba encontrarme, que no podía decirme el por qué por teléfono pero que tenía que verme. Sonaba mal, como si estuviera muy lejos, como si estuviera muy solo, casi como si estuviera en el medio del espacio exterior, un astronauta sin casco y desprendido de su cápsula. Y sonaba angustiado, o algo más que angustiado, no digo desesperado, pero algo así. Muy distinto a como fue siempre, tan calmado, tan superado, tan de vuelta de todo sin haber estado de ida de nada. No pudimos hablar mucho, pero quedamos para vernos un par de días después en el bar de costumbre. Me dijo que era urgente, que no faltara, que era muy importante para él. Agendé la cita, me extrañé un poco por la llamada y a los diez minutos me olvidé por completo del tema, de Ricardo y de sus posibles motivos. Por eso cuando mi celular me recordó la cita me encontró ocupado y casi al otro lado de la ciudad. Estuve a punto de cancelarla, pero la insistencia de Ricardo y su promesa de esperarme hasta la hora que fuera me obligaron a, finalmente, asistir.
Entré al bar y en una primera mirada no lo vi. No sé si por la luz o qué, pero no lo vi. Tuve que enfocar un momento y recorrer despacio todas las mesas con mi vista hasta encontrarlo sentado a la mesa de siempre, en el rincón alejado del baño y de la puerta, ahí donde menos te molesta la gente, en el primer lugar que había buscado, pero sin verlo. Lo vi y me costó reconocerlo, estaba como a oscuras, cómo si en ese rincón del bar se hubiera quemado alguna lamparita. También estaba pálido, más que pálido grisáceo, cómo lejano. Otra vez me acordé del astronauta flotando lejos en el espacio exterior, de la distancia inexplicable. Me acerqué y lo saludé con alguna broma habitual. Pareció alegrarse mucho de que hubiera venido y me dijo de una manera que me resultó extraña pero después comprendí
—Qué bueno que me encontraste.
y yo le dije
—Claro, si vine a verte.
Y entonces me soltó un discurso absolutamente inverosímil:
—Sí, pero ya nadie me encuentra y por eso casi nadie me ve. Vos todavía no lo entendés pero yo te voy a explicar. A mi también me llevó un tiempo entenderlo, pero una vez que me di cuenta las cosas se aclararon por completo. Vos me ves mal, ¿no? como pálido, como gris, como lejano. Como si en este rincón se hubiera quemado la lamparita, ¿no? No es la luz. Fijate que están todas prendidas. Soy yo el que está desapareciendo. Cada vez es más notable. No estoy enfermo, ya fui a todos los médicos que te puedas imaginar. No tengo nada, absolutamente nada. Tengo la salud de un toro joven y robusto. Pero estoy desapareciendo, alejándome de a poco, transparentando. Y ahora ya sé por qué. Ahora lo entendí. Después de diez millones de análisis e interconsultas, después de ver clínicos, fisiólogos, psicólogos y psiquiatras, después incluso de visitar gurúes y pais de varias religiones, después de intentarlo todo por fin lo entendí, por fin pude saber lo que me pasa: mi problema no es de salud sino que lo que me pasa es que no me encuentra el algoritmo. Así de corta: no me encuentra el algoritmo. Sí, sí, yo también me sorprendí al principio. Me pareció que era una pelotudez, que el algoritmo siempre te encuentra, pero no, en mi caso no es así, a mi ya no me encuentra. Puede ser que yo haya hecho las cosas mal en alguna época, que no haya cuidado mis perfiles, que no me haya ocupado de cultivar mis relaciones, de interactuar con la mayor cantidad de contactos posibles. Seguramente yo me descuidé y no le presté atención, pero nunca me imaginé que podía pasar una cosa como esta, que un día el algoritmo por alguna razón dejara de encontrarte. Y, lo que yo me sospecho y quiero que vos me des una mano para saberlo, es que ya dejó de buscarme. Si, sí, como lo oís. Yo creo que el algoritmo ya no me busca y por eso estoy desapareciendo. ¿Entendés lo que digo? Esa opción es terrible. Si ya no me busca marché, no hay ninguna esperanza, voy a desaparecer definitivamente y ni vos te vas a acordar de que alguna vez existí, ¿entendés por qué te necesito? Yo sé que vos tenés contactos, vos podés hablar con alguien que puede hablar con alguien que te pueda dar una respuesta, alguien que te diga primero si el algoritmo ya no me busca y en todo caso qué tengo que hacer para que me vuelva a encontrar. Yo cambié todas mis costumbres, sigo al pie de la letra las mejores prácticas, hago todo lo que recomienda la gente exitosa, pero es inútil, parece que ya es tarde, que el algoritmo me pasa de largo inexorablemente, como si yo fuera un astronauta que se soltó de la cápsula y se aleja solo por el espacio infinito…
Confieso que hasta ahí lo escuché a medias, pensando en que justo lo que yo necesitaba en ese momento era el brote de un amigo que deschavetaba frente a mi. Pero la imagen del astronauta no podía ser casual, era exactamente la que había estado en mi cabeza esos días. Fue ahí cuando intenté una respuesta
—Es que yo no puedo hacer nada, vos sabés que el algoritmo no es una persona con la que se pueda hablar, ni alguien que conozca a alguien que pueda hablar con alguien; es…es…es…un algoritmo, nadie sabe por qué hace lo que hace ni de dónde sale ni cómo manejarlo, aprende solo y evoluciona y acumula información y, nada, hace lo que hacen los algoritmos.
—Y no me encuentra. Y si no me encuentra no me busca. Y si no me busca yo desaparezco. Y a nadie le importa un carajo. Y como a nadie le importa un carajo entonces está bien que no me busque. Y entonces está bien que no me encuentre. Y entonces está bien que yo desaparezca.
Lo miré sin saber muy bien qué decirle. Tampoco podría precisar qué expresión tenía él en ese momento, si angustiado, desesperado o resignado. Es que su cara estaba como en sombras, como difusa. No sé si hablamos algo más, no recuerdo en qué momento nos despedimos. Creo que le dije que iba a tratar de hacer todo lo que pudiera por él y me fui. Y creo también que nunca intenté hacer nada y me olvidé del tema al caminar dos cuadras alejándome del lugar.
Nunca más volví a encontrarlo. Nunca más hablé con él. Nunca más estuve con alguien que me preguntara por él. Nunca más recordé siquiera ese encuentro hasta el día de hoy, cuando estaba juntando los juguetes que fueron de Manolito para donarlos y al ver el astronauta de Playmobil se me apareció ese momento como un rayo fugaz y me pregunté si Ricardo realmente había existido y desaparecido o era sólo un personaje de mis historias.
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