Es en un instante preciso. Es así, llega como un balazo. No es un proceso lento, gradual, que se vaya dando de a poco. No, es un instante, un flash, un golpe que te sacude hasta la médula y ya nada puede volver a ser como era porque cuando te das cuenta todas las fichas empiezan a ordenarse hacia atrás y hacia adelante en un dominó perfecto, un tetris mágico que pone todo en su lugar exacto y no deja un solo espacio libre. A mi me pasó una noche. Estabamos cenando con amigos y la charla era casual, las mismas anécdotas de siempre regadas con un buen vino y algunas vituallas agradables. Y fue en el preciso instante en que ella arrancó con su tono de siempre a decir lo usual cuando yo la miré y me di cuenta que ya no podía soportarla ni un segundo más. Fue una sensación física, como las mariposas en la panza el día que te enamorás pero completamente opuesta. Fue la certeza con la que mi cuerpo me dijo que si seguía un minuto más cerca de ella me iba a enfermar para siempre, que tenía que huir, salir, terminar, escapar, alejarme, irme ya mismo. Porque desenamorarse es exactamente igual que enamorarse, sucede en un instante y en una mirada, en una palabra. Y entonces todo lo que hasta dos segundos antes me parecía maravilloso pasó a ser físicamente insoportable y mi cuerpo entero empezó a pedirme alejarse de esa persona. Y entonces empecé a sentirme extraño, extraño en esa mesa, en esa charla, en ese grupo. Y lo más extraño es que era mi grupo, mis amigos y ella era la extraña o si no la extraña por lo menos la última en sumarse cuando yo la introdujera unos años atrás, cuando todo era mariposas en la panza y planes futuros y horas y horas de sueños, placeres, miradas y risas compartidas. Esos sueños, placeres, miradas y risas que en ese instante supe que hacía ya mucho no existían y que de ninguna manera podrían volver a existir nunca más. Y entonces la conversación del grupo pasó a ser sonido de fondo y las vituallas dejaron de tener sabor y el buen vino fue sólo un líquido y mi cabeza empezó un nuevo diálogo interno imaginando cuándo y cómo irme, salir, escapar, poner en blanco sobre negro lo que para mi ya era absolutamente claro, cristalino, evidente. Y entonces entendí la metáfora del elefante en la habitación. Y entonces entendí la idea de que la evolución tiene que ser a saltos, que nada en la vida se modifica gradualmente, que todo sucede en un instante y que lo que siempre estuvo en un microsegundo deja de estar. Y entonces comprendí que la vida y la muerte son eso, un microsegundo, un big bang permanente que se repite a gran y pequeña escala todo el tiempo y por eso todo es y no es y todo lo que es deja de ser y todo lo que no es en un instante empieza ser. Y entonces, cuando lo entendí, el vino volvió a parecerme maravilloso -era realmente un buen vino- y aterciopelado y con cuerpo y con un sabor que permanecía en el paladar mucho más allá de pasado el trago y la cena volvió a ser sabrosa y delicada y generosa y mis amigos volvieron a ser mis amigos y nuestras anécdotas volvieron ser nuestras anécdotas y la extraña que hablaba a mi lado empezó a blurearse, a disolverse en el aire, a transparentarse hasta desaparecer por completo de mi vista y de mi vida. Así, en un instante preciso.
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