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Lo sé todo

 Lo sé todo. Sé que la Tierra tarda exactamente trescientos sesenta y cinco días, cinco horas, cuarenta y cinco minutos y cuarenta y seis segundos en dar una vuelta alrededor del sol; que las aceitunas verdes y las negras son el mismo fruto pero en distinto estado de maduración; que las palabras en latín se declinan; que los esquimales reconocen más de treinta tonalidades de blanco; que un triángulo escaleno es aquel en el que los tres lados tienen longitudes diferentes; que Sócrates jamás escribió un libro; que chocolate no es un color sino un alimento; que Yugoslavia se dividió en Bosnia y Herzegovina, Croacia, Montenegro, Macedonia del Norte, Serbia y Eslovenia; que las sandías con forma de cubo se obtienen haciendo crecer al fruto dentro de una caja; que una película se filma en veinticuatro fotogramas por segundo; que por más que su nombre signifique “ratón ciego”, los murciélagos no son roedores y, por lo tanto, poco tienen que ver con las ratas; que una cámara Gesell es un dispositivo armado para obtener y registrar testimonios en una ambiente de seguridad y confianza, que generalmente está conformado por dos habitaciones separadas por un vidrio que de un lado es transparente y del otro un espejo y están dotadas de cámaras de video y micrófonos; que los dragones chinos no tienen patas; que Mozart ya componía piezas musicales a los cinco años de edad; que esos a los que le decía tíos de chico no eran realmente mis tíos sino amigos de mis padres que, por casualidad o no, eran ambos hijos únicos; que el salitre que se usa para curar carnes y hacer embutidos es nitrato de potasio; que la música progresiva recibe este nombre porque su estructura tiene una progresión definida y porque sus cultores creían que era música que hacía “progresar”, “avanzar” tanto intelectual como artísticamente; que las cebras son en realidad negras con rayas blancas y no blancas con rayas negras; que es imposible rascarse el codo con la mano del mismo brazo; que en Singapur son las nueve y media de la mañana del lunes cuando en Buenos Aires son las diez y media de la noche del domingo; que un ser humano adulto promedio tiene 206 huesos; que una gallina sobrevive unos veintinueve segundos sin cabeza; que las plantas carnívoras también necesitan que las riegues; que la minifalda fue creada por una diseñadora británica en mil nueve sesenta y cuatro; que las esquinas tienen ochava para facilitar la visión y evitar accidentes; que una mangosta es una mamífero y no un insecto; que el personaje de Humphrey Bogart nunca dice “Tócala de nuevo, Sam” en Casablanca; que hay cincuenta y cuatro países en África y puedo nombrar capitales y límites sin posibilidad de error; que conocemos la obra de Kafka gracias a que su amigo y albacea desoyó su pedido y no la destruyó a su muerte; que el guepardo es el animal terrestre más veloz del mundo; que en el espacio no existe arriba y abajo o derecha e izquierda.  Lo sé todo, todo, absolutamente todo; tanto sé que también sé que él sabe hacerte reír y en cambio yo, yo no sé nada.

        


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—El problema son las esporas, son radioactivas y vaya Dios a saber qué más y no paran de caer, llevamos seis meses en esta puta colina y no parece que vaya a cambiar. Todos los días salgo a tomar muestras, todos los días tengo una lluvia de esporas sobre mi cabeza, todos los días me expongo a riesgos que ni siquiera podemos calcular. —Bueno, de eso se trata el trabajo, cuando aceptás una misión de exploración y reconocimiento básicamente estás aceptando correr riesgos que ni siquiera se pueden calcular a priori… —No, no esto, no estar meses y meses bajo una lluvia de esporas radioactivas, para esto era preferible que mandaran sondas y robots. —Ya los mandaron, nosotros somos la segunda ola, detrás nuestro vendrán los científicos y, si todo sale bien, los mineros y sus máquinas. —¿Y cómo mierda creen que todo puede salir bien si no para de llover esporas? —Hasta ahora no han podido comprobar que causen otro problema por fuera de la radioactividad, y los trajes son suficiente protección....

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