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Túneles


Se conocen desde siempre, aunque nadie les presta demasiada atención. Es como esos viejos tíos molestos y antipáticos, todos saben que están, pero nadie los visita. Dicen que los hicieron en la época de la colonia, que se usaban para contrabandear mercaderías pasando por debajo de la aduana y que por eso tienen diferentes entradas en la zona a la que llegaba el río antes de que Buenos Aires fuera moderna y se expandiera incluso sobre tierras ganadas al agua, como si no bastara la pampa infinita para crecer hacia el oeste o hacia el sur o hacia el norte. Algunos libros antiguos tienen su traza, pero nadie puede asegurar que sea realmente la correcta porque nadie los recorre en estos días y, por supuesto, a los contrabandistas de antaño no les interesaba documentar con precisión formal su existencia. Y si las entradas están en varios puntos cercanos al río, las salidas son un poco más misteriosas ya que hay varias que quedaron enterradas bajo los nuevos edificios y algunas que aparecen en los sótanos de casas de los barrios más antiguos y sólo conocen sus dueños. Y si bien todos saben que están ahí, nadie puede definir con precisión su intrincada madeja de comunicación, madeja que refuerza la idea de que el contrabando no fue la única razón para su existencia. Pero todos callan, porque delatar una entrada significaría tener que detener una obra o abandonar una casa y, como todos sabemos, el progreso no se detiene por la historia y mucho menos por los mitos y misterios de la historia. Así y todo, existen algunas salidas conocidas y documentadas. Una de las salidas conocidas es la que se encuentra en el subsuelo del Colegio, cerrada con una reja y oculta apenas por un grueso cortinado de tela oscura. La salida que nos llamó la atención el mismo día que supimos que estaba ahí y la que nunca pero nunca debimos haber intentado explorar.
Éramos chicos, apenas teníamos catorce años, una edad en la que las ansias de libertad empiezan crecer a un ritmo mucho mayor que los cuidados. Las consignas y el estudio nos espantaban y los planes permanentes eran para escapar de profesores y celadores y vagabundear por ahí, perdiendo el tiempo ocupados en temas infinitamente más interesantes que la geografía de Europa o los elementos de la tabla periódica. Ideábamos locuras fantasiosas que nos colocarían fuera del radar de las autoridades, artilugios imaginados en los que poníamos toda nuestra creatividad y empeño. Éramos chicos, éramos osados, éramos ingenuos.
Creo que el primero que lo propuso fue Martín. No es por cargarle la responsabilidad, pero estoy casi seguro de que el primero que lo mencionó fue él. De manera absolutamente inocente, así como al pasar una vez dijo –Deberíamos explorar los túneles, deben ser un lugar genial para esconderse. - y todos dijimos que sí, que buenísimo, que deberíamos ir un día. Y quedó ahí, como quedan tantas propuestas que se tiran sin pensar, en “un día”, que era lo mismo que decir nunca, pero sin ponerse firmes, aunque esta vez fue diferente, esta vez sí llegó “un día”.
Y creo que “un día” más que un día fue el resultado de una serie de sucesos fortuitos, esos que sólo denuncian su secuencia cuando se revisan de adelante para atrás. Primero rompí un pupitre por saltar entre dos bancos. Como castigo, además de los dos días de suspensión y las amonestaciones correspondientes me ordenaron ir a maestranza en contra turno por un mes a colaborar en la reparación de ese y otros materiales. Allí gané la confianza de los trabajadores, que rápidamente me dejaban solo por largos ratos mientras salían del taller por temas propios de su trabajo. En uno de esos momentos de soledad encontré sobre una mesa un manojo de llaves que supuestamente abrían todas las puertas del Colegio. Entre ellas, como no podía ser de otra manera, estaba la del candado del túnel. Llevármela, hacer una copia y regresarla al día siguiente fue casi una acción natural, impensada, automática. Aunque todos sabemos, nada es natural, impensado, automático. Y mucho menos cuando revisamos la secuencia de adelante para atrás. Y hoy me pregunto por qué habré copiado esa llave. Aunque lo más apropiado sería, tal vez, preguntarme ¿había alguna posibilidad de que no la copiara? ¿puede acaso el escorpión de la fábula no picar a la rana? Entonces me pregunto ¿por qué el destino me puso en ese taller y con ese manojo de llaves a mi alcance, sabiendo que una vez allí las consecuencias serían inevitables?
Una vez conseguida la llave, el problema a resolver era la posibilidad de acceder al túnel sin ser vistos. Y aquí aparece el segundo mojón importante de la secuencia. Un par de meses después de obtenida la llave encontramos en carteleras de la puerta una comunicación que habitualmente nos hubiera pasado desapercibida pero esa vez nos llamó la atención: era la aparición de cursos nocturnos de diferentes asignaturas extracurriculares en las instalaciones del Colegio, una iniciativa de la Secretaría de Extensión destinada a la comunidad del barrio. Y lo llamativo no eran los cursos, ya fue dicho que con mucho esfuerzo acudíamos a los que nos obligaba la currícula, sino que eso abría la posibilidad de introducirse por la noche y circular por los lugares prohibidos casi sin vigilancia, una posibilidad absolutamente irresistible para nosotros en este punto.   
Y es así que llegamos al tercer mojón de la secuencia y el verdadero inicio de todo lo que vino después. Un martes por la mañana evadíamos una clase de latín cuando Martín insistió:
– Vamos a los túneles. Vamos esta noche, no podemos terminar este año sin haberlos explorado. Los podemos convertir en nuestro mejor escondite, en nuestro aguantadero secreto.
Y a todos nos pareció buena idea. No entiendo bien por qué -esto sólo se nos hace claro hoy- pero en ese momento a todos nos pareció que era una buena idea y hasta nos excitó la posibilidad de la aventura nocturna, el infiltrarnos entre los asistentes a un curso de japonés o de astronomía y adueñarnos de un lugar secreto. Ya dije, éramos chicos y no preveíamos consecuencias.
Lo que sigue es estrictamente mi recuerdo. Después de tanto tiempo no puedo garantizar que sea exacto y, por lo que pasó después, ni siquiera yo puedo asegurar que sea indiscutible, pero voy a contarlo exactamente como lo recuerdo cuando despierto sobresaltado deseando que sólo se trate de una pesadilla.
La entrada del túnel se encuentra en el micro cine, al fondo, detrás de las cortinas. En la oscuridad iluminada sólo con la luz de las linternas el lugar se hace tétrico. Pasado el cortinado se avanza unos diez metros por un túnel abovedado que tiene unos dos metros y medio de altura hasta las rejas, fuertemente cerradas con una cadena y un candado, candado que se abría con nuestra llave. Unos metros después de la reja el túnel desciende en un plano inclinado que se prolonga por unos cincuenta o sesenta metros. A lo largo del descenso el túnel se va estrechando y su recorrido parece curvarse hacia la derecha hasta llegar a una cámara donde vuelve a ampliarse. La cámara es circular, de unos quince o veinte metros de diámetro y funciona como un nodo donde el túnel se ramifica. En sus paredes se encuentran diez aberturas de diferentes alturas que conducen a diez pasajes que se pierden en diferentes direcciones. O al menos eran diez la primera vez que bajamos, de eso estoy completamente seguro, por más que después parecieron ser siete o doce o tres, según quién fuera el que lo recordara o a cuál de las excursiones se refería. Es en esa cámara donde empieza la confusión. Es en ese punto donde la verdad se hace relativa, donde empezamos a no estar de acuerdo, donde memoria y percepción dejan de ser confiables. Lo único que está claro es que la cámara es circular y que es un nodo donde el túnel se abre en varias direcciones. Aunque direcciones sea sólo una manera de decir si lo pensamos en el sentido habitual del término. Y no es un tema de coordenadas, ninguno de nosotros tuvo jamás una brújula ni hubiera sabido cómo usarla.
Llegamos entonces a la cámara y nos dividimos en grupos. No sé quién fue el que lo propuso, pero a todos nos pareció lógico. Yo fui con Martín por el primer pasaje a nuestra derecha, de eso estoy seguro. Bonzo y el Ñato fueron por el primero de la izquierda y Paula y Joselito por el que arrancaba justo enfrente del que nos había conducido hasta allí. Para reconocer cuál era el túnel por el que habíamos llegado y que nos llevaría de regreso dejamos un abrigo de Bonzo en la entrada como señal y nos comprometimos a volver a ese punto en una hora como máximo. Y partimos. Martín y yo avanzamos unos veinte o treinta metros por una galería de aproximadamente dos metros y medio de alto por dos de ancho que iba estrechándose hasta el metro y medio más o menos. Recuerdo perfectamente eso, que el túnel se estrechaba a medida que avanzábamos. Recuerdo que nuestra excitación inicial fue mutando a silencio y de a poco a una incómoda sensación de inquietud. Recuerdo una sombra y ahí empieza la confusión; no recuerdo más, sólo que por alguna razón que no me explico estábamos otra vez en la cámara nodal donde nos separamos la primera vez. Ahora sólo había cuatro túneles que convergían en ella, uno de ellos marcado con el abrigo de Bonzo. Nuestros amigos ya estaban esperando y, según ellos, habían transcurrido más de dos horas y media desde el momento de la separación. Miré a Martín para tratar de que me ayudara a reconstruir lo que había pasado, pero esquivó mi mirada y caminó decidido por el túnel de regreso. No volvió a hablar en toda la noche, ni siquiera cuando salimos del Colegio por la puerta lateral que pocos conocían. Al día siguiente su único comentario fue que no había pasado nada extraño, que no habíamos visto ninguna sombra y que sólo habíamos caminado de ida y vuelta por un túnel que parecía no tener salida.
- ¿Dos horas y media? ¿Caminamos dos horas y media?
- No es cierto, exageraron, no debe haber sido más de media hora, cuarenta minutos como mucho.
Y no dijo más. Sólo que debíamos volver, que había más túneles por explorar. Esta vez la idea me generó un cierto rechazo, me recordó la sensación de inquietud y la confusión. No dije nada, no quería que pensaran que tenía miedo, pero traté de no volver a hablar del tema y esperé que pasara al olvido como tantas otras cosas que decíamos y no hacíamos. Pero Martín no lo olvidó. A los tres días insistió con tanta determinación que ninguno intentó siquiera oponerse y esa noche volvimos a bajar.
Avanzamos con confianza por la galería conocida, abrimos el candado, recorrimos el túnel que desciende y gira levemente a la derecha y llegamos a la cámara circular que esta vez no nos pareció tan grande y en lugar de diez o quince metros de diámetro aparentaba tener unos seis u ocho. Allí estaban las ramificaciones. Cinco en mi recuerdo, cuatro en el de Paula, ocho en el de Bonzo y un número impreciso en el de los demás, excepto en el de Martín, que sólo dijo - Qué importa el número si hay tanto que se puede conocer. – Y volvimos a separarnos en los mismos grupos y a avanzar cada uno por su túnel, pero esta vez la confusión fue aún mayor y cuando intentamos aclararla al día siguiente Martín no dijo absolutamente nada, nada sobre el recorrido que hicimos solos él y yo, nada sobre las sombras que vi moverse –y esta vez fueron dos o tres, no puedo estar seguro -y nada sobre el negro total que hay en mi cabeza acerca de las cinco horas siguientes transcurridas hasta volver a la cámara circular. Cinco horas en las que mi conciencia desapareció de mi vida y no tengo noción de nada de la que hayamos hecho. Excepto la sensación fuerte de incomodidad, que esta vez era física, cercana a la taquicardia. Martín nunca mencionaba lo que veíamos en el túnel. Para él nuestros paseos se limitaban a recorrer una galería interminable que no se estrechaba como yo creía ni parecía tener salida. Y su comentario era lacónico, tan lacónico como oscura y taciturna iba haciéndose su mirada con cada visita. Al poco tiempo comenzó a cambiar. No dio grandes señales, sólo algunos cambios de actitud, pequeños gestos que los demás parecían no percibir, pero a mi no me engañaban. Él, que siempre había sido el tipo más glotón del universo empezó a desinteresarse por completo por la comida, llegando incluso a decir cosas absurdas como -Me olvidé de almorzar. -o algo más inexplicable aun como -No importa la comida, lo orgánico es sólo transitorio, un lastre que te ancla y te impide moverte con libertad -Varias veces tuve la intención de conversar con él y que me contara lo que le pasaba, pero siempre esquivaba el momento, aunque no como si tuviera miedo de enfrentarme sino más bien como si no tuviera ningún interés en esa posible conversación, como si hablar de algo así fuera sólo una pérdida de tiempo.
En las siguientes semanas volvimos a bajar otra vez y la situación no cambió. La apertura tras el cortinado, la puerta de rejas con el candado, la galería que descendía, la leve curva a la derecha hasta llegar a la cámara circular, sólo que esta vez era inmensa, de unos veinte o treinta metros de diámetro. Otra vez nos separamos y tomamos con Martín la primera galería que se abría a la derecha. Él insistió para que lo hiciéramos. Yo no quería, para qué volver por un túnel que no conducía a ninguna parte, pero él insistió con esa convicción que hacía inútil cualquier oposición –El camino es por ahí, ¿todavía no entendiste? - dijo, y después de decirlo empezó a caminar por el túnel a grandes zancadas sin esperar ninguna respuesta. Esa vez debemos haber andado unos cien o ciento cincuenta metros cuando las vi otra vez. Cuatro sombras se cruzaron justo frente a nuestras narices.
- ¡Ahí! - grité.       
- ¡Ahora no me digas que no las viste...!
Ni siquiera contestó y siguió avanzando. Yo giré y otras dos sombras cruzaron a nuestras espaldas. Eran de un tamaño parecido a nosotros, pero no necesariamente humanas, no por las siluetas ni por la sensación que dejaban. Cuando volví a girar la cabeza Martín no estaba, no veía ni siquiera el reflejo de la luz de su linterna. El túnel estaba totalmente a oscuras y parecía estrecharse más y más. Tuve miedo, mucho miedo. Ya no era sólo una inquietud. Grité llamando y nadie contestó. Giré y salí corriendo en dirección a la cámara circular. No sé cuánto tardé en llegar porque tampoco puedo precisar cuántos metros habré corrido. Lo único que recuerdo es que fueron muchos menos de los que recordaba haber caminado a la ida. Cuando llegué a la cámara mis amigos ya habían llegado. Todos menos Martín. Seis horas lo esperamos. Ya casi amanecía cuando volvió. Oscuro, parco y taciturno. No dijo una sola palabra. Le pregunté dónde había estado y sólo dijo “con vos”. Y después nada más.
- ¿Cómo conmigo? si yo estaba esperándote en la cámara con los demás. Hace horas que te esperamos…
- Vine unos metros atrás tuyo, casi tocándote el culo.
Y ya no volvió a hablar. Yo quise contrastarlo con Bonzo o Paula, pero ninguno tenía muy claro en qué momento había llegado yo y cuánto habíamos esperado a Martín. Incluso Joselito dijo que a él le parecía que habíamos llegado prácticamente juntos y al Ñato, porreado como estaba, todo le daba más o menos lo mismo. Y Martín ya no hablaba y se metía en la oscuridad del túnel iniciando el regreso. En ese momento lo vi alejarse y pensé una sombra entre las sombras. No sé muy bien por qué, pero eso fue lo que pensé en medio de lo confuso de la noche. Y eso es lo que yo recuerdo. Eso y que me juré no volver a bajar a los túneles jamás.
La semana siguiente fue tranquila, aunque un poco extraña. No nos vimos mucho, casi evitamos todo contacto. Recuerdo haber cruzado a Martín en un recreo y verlo oscuro, casi perdido entre los estudiantes. No hablamos en toda la semana. Y la siguiente fue igual, sólo que no recuerdo haberlo visto. A la tercera semana pregunté a Bonzo por él y juro que me dijo que creía haberle entregado el manojo de llaves, pero no podía asegurarlo. Y esa fue la última vez que lo mencionamos. Nunca más volvimos a verlo en el Colegio. Nunca nadie preguntó por él. Nunca apareció su nombre en los registros ni su imagen en las fotos tradicionales de fin de curso. No hay en el Colegio un legajo con su nombre. De todo el grupo soy yo el único que recuerda su existencia y todos los demás se ríen si lo menciono y dicen que no está bueno mezclar alcohol y pastillas o pavadas por el estilo, como si no hubiera existido jamás, como si siempre hubiera sido una sombra entre las sombras.   



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