Recuerdo perfectamente cómo empezó ese día, aunque no recuerdo qué es lo que hizo en ese momento que lo recuerde. No es que haya sido algo extraordinario, pero fue como si por alguna razón los acontecimientos cotidianos cobraran una relevancia nunca antes alcanzada. Está bien, no es que fuera un día más, pero tampoco puede decirse que no fuera el corolario lógico y esperable de todo lo que había sucedido en los últimos cinco años. La imagen es la de un rodaje que comienza en el momento en que alguien grita ¡Acción! y entonces se dispara la secuencia. Como si todas las cosas de la Creación estuvieran acomodándose en su lugar exacto para originar lo que vino, como si todo empezara a encajar en un guion establecido de antemano por una mente perversa. Y es que no puede dudarse de la inteligencia del guion. Y tampoco de su maldad. La vida tiene un equilibrio increíble. Como en los juegos de un dominó gigante, cada pieza encaja con la que la precede y determina la que le sigue. Si cambiamos una sola de las piezas, cambia todo el juego hacia atrás y hacia adelante. La vida tiene ese esquema de dominó, pero en múltiples dimensiones. No hay adelante y atrás, no hay arriba y abajo. Hay un universo infinito que nos rodea en el tiempo y el espacio. Y hay una secuencia. ¡Mierda! cómo no me di cuenta hasta esa precisa mañana de que hay una secuencia. Sólo lo comprendí esa mañana y en ese preciso momento. Es que fue como un rayo, como una iluminación, pero sin la estridencia del rayo, sin el destello de la iluminación. Si hubiera sido un guion hollywoodense, seguramente estaríamos hablando de una epifanía, una visión clara en un momento iluminado. Pero no. En general la vida carece de la espectacularidad de las películas y ésta en particular es demasiado berreta para los grandes estudios. Fue menor, fue silencioso. Fue casi con la sutileza de un déjà vu. Pero no era un déjà vu. No era sentir que ya lo había vivido, sino que todo se alineaba en una dirección determinada, que había un guion y una secuencia establecida y que por un momento se hacía evidente. Fue eso, una sensación, o más que sensación, una certeza. Porque cuando escuché el graznido supe exactamente que se había disparado la secuencia. Y que era trágica. No conocía la secuencia, no sabía lo que iba a venir, pero si tenía la certeza de que venía, que era inexorable, que los acontecimientos se sucederían en una línea irrefrenable. Fue como si alguien hubiera acercado un fósforo al extremo de un reguero de pólvora. Fue un segundo en el que vi la chispa alejarse corriendo por el reguero hacia el horizonte, hacia algún lugar en donde sabía estaba el polvorín. El teléfono gaznó una sola vez indicando que había llegado un mensaje. Y con el graznido encendió la mecha. Una frase gastada dice que todo final tiene un principio. Y este es el principio de un espantoso final.
“Te espero en el banco a las 10:30. Puntual.”
Me llevó unos segundos poder enfocar y leer. La puta presbicia me alcanzó inexorable con los cuarenta y no tuvo en cuenta que la tecnología hacía pantallas cada vez más chicas. Presbicia, pantallas chicas y brazos cortos, mala combinación. Enfocar a la mañana es particularmente difícil. Pero el mensaje estaba ahí y me obligó a salir de la cama
“Te espero en el banco a las 10:30. Puntual.”
Puta madre. Encima tenía que levantarme temprano para ir al cadalso, a firmar el acuerdo y recibir mi último pago. A formalizar la caída de la última piedra de una vida que se había pulverizado sin que me diera cuenta, con las arrugas, la barriga y los pelos que se fueron, con las cuotas, los divorcios y las deudas que llegaron. “Reingeniería” lo definieron para darme una salida elegante y no mencionar mis ausencias, mis “desprolijidades” y esos miles que faltaron y nadie pudo explicar, pero todos me apuntaron sin decirlo pero sin dudarlo, aunque yo no tenía nada que ver con eso. A firmar en el banco ante escribano y el gerente de recursos humanos, que en alguna época fue Ricardo y amigo de juergas pero que desde que empezó el desbarranque fue cada vez menos amigo y más gerente de recursos humanos. Es que cuando el viento sopla del sudeste no hay nada que frene al agua y el rio de mierda se lleva todo. Y a empezar otra vez, si sos joven y fuerte. O a morir en vida si ya estás cerca de los cincuenta, que laburo no hay ni para los de veinte y vos hace rato que dejaste de ser seductor. Los perdedores sólo ganan en la fantasía, en alguna novela de las que veía Marina hace siglos, en otra vida, cuando había fantasías y había Marina.
La resaca es mala compañía si hay apuro. El desorden del dos ambientes no ayuda tampoco. ¿Dónde carajo habrá ropa limpia? ¿Por qué mierda tendré que ir tan temprano? La ducha ayuda un poco. No hay Prestobarba pero no importa, tampoco hay voluntad para afeitarse. Al fin y al cabo no hace falta causar buena impresión, me están rajando y no contratando. La secuencia sigue inexorable. Un poco de café recalentado de hace un par de días. Una remera de Metallica, un jean, zapatillas y a la calle. Con los anteojos cómo única protección para un sol que asesina, que te estalla en el cerebro con la potencia de una bomba atómica. ¡Puta!, la resaca se hace jodida. Último acto y con esta resaca de mierda. Todo para explicitar lo que ya era sabido. Al carajo con la oficina. Al carajo con lo último que queda. A decir que sí, que estamos de acuerdo y aceptar que el mundo seguirá andando, pero ya sin mi. Alguien que me dé dos aspirinas ya. Maldición, va a ser un día hermoso.
Llegué cinco minutos tarde. Ricardo estaba en la puerta. El escribano esperaba adentro, en la oficinita que el banco le prestaba siempre a la empresa para todas las formalidades que no debían ser vistas. Me pareció que Ricardo sonreía, que no se lo veía incómodo sino más bien relajado. Me dijo:
—Antes de entrar quiero que entiendas que esto no es algo personal. Yo quise salvarte el culo, pero era imposible, hiciste demasiadas cagadas. No hubo un solo director que te apoyara, ni siquiera Guillermina en pago a todas las veces que vos la apoyaste en viajes y convenciones…
Quiso ser gracioso, pero sonó a rencor, a envidia mal disimulada y un poquito a revancha y triunfo. En otro momento me hubiera percatado de ello, pero con esta resaca y el sol que te parte el cerebro no da para intrigas de oficina. Las tetas de Guillermina moviéndose con ritmo en una habitación de hotel podrían haber sido un buen recuerdo en otra ocasión, pero hoy parecían demasiado lejanas, demasiado artificiales y no pertenecían a la secuencia. Estaban entre los elementos de la otra vida, de esa que había sucedido hace siglos. Las tetas de Guillermina y la carrera en la empresa que parecía tenía destino seguro de gerente general pero un día mordió la banquina y empezó a dar tumbos y tumbos hasta terminar ahí, en la puerta de ese banco prestado para evitar incomodidades en la empresa y con la sonrisita canchera de Ricardo amonestándome.
—Andá a lavarte el orto. —me salió como respuesta en un gruñido que no sé si se entendió, aunque tampoco me interesaba y entramos.
El banco tenía una disposición más o menos habitual. En la primera sala, la que daba directamente a la calle y tenía paredes vidriadas que permitían observar el interior, se encontraban los cajeros automáticos tanto de la red como de autoservicio. Poca gente operaba en ellos a esa hora. Un vigilador de seguridad privada se aburría observándolos. Una segunda puerta separaba esa sala del hall del banco propiamente dicho, donde una señorita de pechos más grandes que su camisa recibía las consultas de los clientes detrás de su mostrador de informes. Tras ella se abría un espacio con silloncitos y boxes para los ejecutivos de cuenta. Al fondo una mampara de vidrio opaco aislaba a las cajas donde la gente común hacía sus operaciones. Junto a la mampara otro vigilador de pies planos permanecía atento a evitar que cualquier cliente utilizara su celular ni siquiera para jugar Angry Birds mientras esperaba su turno. A la derecha dos escaleras conducían al primer piso y al mundo VIP, donde los clientes que le importaban un poco más al banco recibían una atención más cuidada en oficinas privadas. Nosotros subimos directo a una de esas oficinas.
El escribano era chiquito y gris, como siempre me había parecido. Más allá de los gemelos y el traje caro era chiquito y gris. Siempre lo había visto así, cada vez que venía a la firma de un contrato importante o la compra de una propiedad para la empresa. Siempre atildado, con anillo de sello y traba de corbata, con sonrisa ampulosa y modales exagerados para disimular lo que era: chiquito y gris, insignificante, mojigato y zalamero. Incluso ahí, en esa oficina y con su valijita de cuero fino. Creo que me saludó, pero no le di importancia.
—Hagámosla rápido —dije— que cuando viene la mierda que venga toda junta —y me senté a la mesa.
—Es cierto, ya todo lo que había que acordarse fue acordado, esto es puramente formal —confirmó Ricardo lo que todos sabíamos.
—Es una formalidad, pero tenemos que leer el acuerdo en voz alta antes de firmarlo —dijo el hombrecito gris y sacó sus anteojos de marco moderno para empezar a leer con tono monocorde los términos legales del convenio de desvinculación que me habían otorgado como sentencia de salida. No creo haber escuchado ni una sola de sus palabras pomposas. Nunca voy a entender porqué los términos legales no tienen nada que ver con el idioma de la gente. No es tan difícil decir lo que una parte quiere y la otra acepta. No debería ser tan complicado poner en papeles lo que fue fácil en palabras: afuera del sistema a cambio de unas monedas y confortable silencio mutuo. Leyó las tres páginas del acuerdo mientras mi cabeza se partía en diez mil pedazos y Ricardo espiaba mails en su iPhone. Cuando terminó me alcanzó una lapicera y me señaló unas crucecitas en lápiz con un dedito de cutículas cortadas y uñas protegidas con esmalte transparente.
—Firme acá y acá.
Firmé. Le pasó las hojas a Ricardo para que firmara en sus crucecitas. Iba a hacerlo, pero lo interrumpió la secuencia. Fue casi como un ballet en cámara lenta. Primero los gritos afuera, como con sordina, pero claramente fuera de contexto, un ruido que no ajustaba con el entorno. Después la puerta que se abrió de un empujón, con las tetas de la recepcionista del banco entrando violentamente y detrás de ellas la propia recepcionista pegada al caño negro de la escopeta y el hombre con la máscara de ogro y ahora sí, los gritos que se escucharon claro claro y venían del piso de abajo. El escribano se puso pálido, soltó lapicera y actas y se congeló en su lugar haciéndose, si cabe, menos persona de lo que ya de por sí era. Ricardo, por el contrario, se paró como un payaso de resorte al que lo liberan de su encierro. Nunca en la vida lo vi moverse con esa brusquedad. Pareció que saltaba de su silla. Cuando se movió yo pude ver con claridad lo que venía, era el paso obvio de la secuencia y, sin embargo, todo sucedía en un instante y nada podía hacerse para modificarlo. Y entonces el ruido y el humo salieron casi simultáneos del caño de la escopeta y una flor roja y jugosa borró la cara de Ricardo mientras el impulso lo tiraba hacia atrás y lo que quedaba de su cabeza golpeaba contra la pared de durlock creando una macha roja que no dejaba de ser particularmente bella en la pared hasta ese momento insípida. La recepcionista gritó como poseída y cayó tropezándose y golpeando la cabeza con el canto de la mesa. Y entonces el tiempo volvió al ritmo normal cuando el ogro me apuntó con su escopeta y esperó. Yo miré a los ojos negros en los agujeros de la máscara y juro por lo que más quiero que no eran humanos, no mostraban ni la más mínima emoción, como si fueran absolutamente ajenos a todo lo que sucedía en ese lugar. Dos cuentas de vidrio oscuro y nada más, frías como un glaciar. Y en ese instante escuché la voz a mi izquierda que dijo
—A este también, no quiero que nadie pregunte nada nunca más. —y mirándome—Tenías razón, cuando viene la mierda que venga toda junta. —La voz salía de la boca del escribano, pero ya no era el escribano gris; era otra cara, mucho más dura, mucho más fría, sin remilgos ni zalamería. Y cuando lo dijo vi los últimos cuadros de la secuencia, pero no pude articular palabra antes de que el ogro apretara el gatillo y desparramara mis sesos contra el durlock, justo justo sobre la salpicadura de sangre que hiciera unos momentos antes con la cara de Ricardo, agregando una hermosa mancha gris sobre el fondo rojo.
Seguí leyendo Nunca hagas negocios con un yonqui (Spanish edition)