—¡Cuervos! ¡Aves negras! —gritó a su paso el grupo de muchachos que seguía al cortejo.
—¡Cuervos! ¡Aves negras! —acompañaron el sordo lamento de los pocos deudos.
—¡Cuervos! ¡Aves negras! —le recordaron a todos su nefasta maldición.
—¡Cuervos! ¡Aves negras! —lo acompañaron hasta la tumba y, si bien no era precisamente la imaginada ni mucho menos la deseada, al menos era una compañía, mucho más que lo que le había tocado disfrutar en vida.
Difícil es decir cuándo comenzó. No hay un punto exacto. Seguramente fue en su niñez, en algún momento de su primera infancia. Aunque tal vez sea un exceso de optimismo el tratar de encontrar un punto de inicio y lo correcto pueda ser pensar que lo trajo de nacimiento, así como el cabello duro y grasoso, los pies pesados o los problemas con la motricidad fina. Es que ya de muy pequeño se cuentan historias en las que él es el portador de las malas noticias, el que trae a conciencia la desgracia, el que la hace presente. Algunas son, incluso, de antes de que hubiera aprendido a hablar, como esa en la que con menos de un año fue él el que encontró muerto en el patio a Larry, el cachorro de labrador que había adoptado su familia un año antes, para que lo acompañara en su crecimiento. Se suponía que iba a ser su mejor amigo y no llegó ni siquiera a verlo ir al jardín de infantes. Tal vez sus ladridos molestaron a Elsa, la vecina medianera de por medio, tanto como los berridos del bebé, pero con el cachorro era sencillo solucionarlo. Tal vez simplemente se indigestó con algo en mal estado que comió hurgando en la basura. Saberlo es difícil, no suelen hacérsele autopsias a las mascotas, pero lo cierto es que todos recuerdan cuando Enzo entró con cara seria señalando en su media lengua hacia el patio donde el cadáver de Larry no podía responder a sus juegos.
No es que fuera exactamente un provocador de desastres. No era mufa. Su presencia no generaba la mala fortuna para quienes lo rodearan, lo que hubiera sido una enorme desgracia, pero por lo menos lo colocaba en un lugar más comprensible y habitual que hasta podía ser tomado con humor y conjurado tocándose el huevo izquierdo los señores y el pecho izquierdo las señoras. No, no era eso. Era algo más sutil y complejo. Parecía tener un olfato increíble para descubrir y transmitir las malas noticias, las desgracias. Era siempre el primero en enterarse, era siempre el primero en encontrar el lado oscuro de toda situación y, por supuesto, era siempre el primero en transmitirlo a todos los que lo rodearan. Con sólo abrir la boca podía congelar el clima de cualquier reunión y dar por terminada la fiesta. Y no importaba cuál fuera el tema del qué se estuviera hablando, Enzo encontraba siempre el momento justo para decir —¿Vieron que Fulano tiene cáncer? Parece que es terminal— Y Fulano era el amigo más querido del grupo, o una madre de cinco hijos huérfanos de padre, o un niño de tres años que cantaba en los actos del Jardín. Inexorablemente una frase de Enzo era el disparador para que a todos se les hiciera un nudo en la garganta y la alegría se fuera al demonio y las desgracias de cada uno empezaran a salir como tema de conversación. Si tu equipo ganaba el campeonato, en plena celebración él recordaba a tu viejo muerto años atrás y decía algo sobre la alegría que hubiera sentido en ese momento, y su palabra, la entonación, el gesto justo, la enorme carga de energía oscura que lo rodeaba convertía el momento en una enorme pena e inexorablemente todos terminaban llorando por el viejo. Bastaba que Enzo se sumara al grupo para que las vacaciones se convirtieran en un viaje a lo peor de cada uno, a ese lugar oscuro del alma en donde se esconden los secretos que nadie quiere revisar ni por todo el oro del mundo. Enzo hacía que afloraran siempre, inexorablemente en el momento menos indicado. Y no parecía que se lo propusiera, pero iba hacia ese lugar como un tren por la vía, sin ninguna posibilidad de desvío y con la justeza y precisión de una flecha disparada por el mejor arquero.
Su vida transcurrió sin que los demás parecieran notar su maldición hasta la primera juventud y su trabajo en el banco, momento en el que, como las fichas de un dominó que voltean unas a otras en cadena interminable, alguien lo identificó como un ave negra y al instante todos los que lo conocían entendieron lo que pasaba. Y fue como si se hubieran puesto de acuerdo en un instante, de un día para el otro evitaron su compañía y lo eliminaron de toda actividad social con excusas más o menos creíbles en función de quién fuera el autor. Pero intentar evitarlo no alcanzó. Con increíble tenacidad Enzo descubría siempre dónde era la reunión y aparecía sin invitación y sin reproches, con su mejor cara de nada esperaba el momento justo y sin que nadie pudiera darse cuenta cómo se colocaba en el centro de la atención de todo el mundo y disparaba su comentario letal. Y la reunión desbarrancaba irremediablemente al desastre.
Fue más o menos por esa época que la idea surgió sin que nadie pueda decir con exactitud en quién, pero pronto se hizo carne en un grupo no tan pequeño. Empezaron hablándolo en voz baja y entre pocos hasta que el secreto se multiplicó a voces y ya no lo pudieron frenar. Decidieron que ya no lo soportarían más, que era su obligación con el universo ponerle un punto final. Y se juramentaron a hacer todo lo necesario para desterrar la maldición. Que las aves negras se vayan con él, que lo acompañen hasta el mismísimo infierno si era necesario y no vuelvan nunca más. Esa maldición no podía durar un solo minuto más.
Empezaron por consultar a un experto, alguien que entendiera de ocultismo y maldiciones. Uno de los del grupo conocía una bruja, siempre hay alguien en el grupo que conoce a una bruja. La había consultado alguna vez para conocer su futuro por las cartas y no sólo se había impresionado con la cantidad de aciertos comprobados, sino que en su percepción siempre se había quedado con la idea de que la bruja manejaba mucho más que el tarot y la lectura del futuro en el agua, que tenía saberes que ahondaban en lo oculto. Así es que fueron tres a verla a su “oficina”, un departamento con más muebles que espacio en una callecita perdida de Almagro. El lugar tenía pocas luces, cortinas pesadas y pinturas oscuras, pero nada indicaba en realidad a qué se dedicaba su dueña, era simplemente un departamento de clase media mal decorado y sin mucha alegría. Gladys, llamémosla Gladys, aunque nadie puede decir realmente si ese es su nombre, los recibió con tranquilidad, como si los conociera de toda la vida, pero sin preguntar siquiera sus nombres. No le habían adelantado el motivo de la consulta, pero bueno, al fin y al cabo se suponía que tenía poderes. Los hizo pasar y sentarse a una mesa frente a ella, que manipulaba distraída una baraja mientras su mirada se posaba en un cuenco de agua que había a su derecha. Con voz muy queda les dijo:
—Antes que pregunten nada les quiero aclarar que yo sólo voy a hablar de supuestos, de generalidades. Nada de lo que yo les diga puede ser interpretado como una instrucción mía para lo que ustedes van a hacer después y yo no soy parte de ninguna de sus acciones. Simplemente ustedes están acá para satisfacer su curiosidad sobre cosas que desconocen y yo para contarles algunas historias, ¿está claro?
Hubo caras de sorpresa y un balbuceo general de —sí, por supuesto— y luego Gladys extendió la baraja para que corte Jorge y lentamente empezó a colocar cuatro cartas de a una boca arriba sobre la mesa. Sin mirar a ninguno en especial siguió
—El problema es de maldiciones y no de ustedes, lo cual lo hace más complicado. Cuando el que está maldito quiere cortar con su cruz es más simple porque la voluntad juega un papel importante pero cuando no se da cuenta de lo que le pasa o, incluso dándose cuenta, lo disfruta y no quiere salir entonces el problema es mucho pero mucho más complejo. —Recogió las cartas, las colocó debajo del mazo y volvió a poner otras cuatro– Y está claro que este es el caso, ¿no?
—See…
—Las maldiciones tienen una lógica, el efecto que causan está en la raíz de su origen y para cortarlas hay que devolverlas a su origen.
—¿O sea...?
—O sea que para encontrar lo que están buscando primero tienen que entender cuál es verdaderamente el problema y qué efectos causa esa maldición en ustedes. —Otra vez recogió las cartas, las colocó debajo del mazo y volvió a poner otras cuatro– En el efecto está el origen, en el origen está la solución. Cielo al cielo, abismo al abismo.
—¿…?
—Vayan y piensen, es claro el camino.
Se fueron tras depositar la “contribución voluntaria” correspondiente y con más preguntas que certezas.
El paso siguiente sucedió algunas semanas después, en el largo residual de una noche más arruinada por una serie de comentarios casi casuales de Enzo y entre copas y neblinas.
—Algo hay que hacer. La bruja lo dijo clarito.
—¿Clarito? Yo no entendí un carajo, fue todo sarasa y vaguedades.
—No, fue clarito clarito. La condena se termina cuando lo mandemos al mismísimo lugar de donde provino la maldición…
—Otra vaguedad…
—No, pelotudo. ¿Necesitás que te lo diga más claro? Esta maldición infernal va a terminar el día que mandemos al maldito cuervo de Enzo, ave negra de las malas noticias, de vuelta al infierno.
—¡Jajajajaja!
La risotada resonó fuerte porque fue solitaria. De los cinco que hablaban sólo uno rio porque sólo uno pensó que era una broma. Y no era una broma. Los cinco se miraron.
—Decime que estás jodiendo.
—…
—En serio, decime que estás jodiendo.
—No estoy jodiendo. Yo no aguanto más. Y ustedes tampoco, díganme ustedes si estoy equivocado.
El silencio fue grito de confirmación.
—Entonces dejemos de quejarnos y actuemos. Todos sabemos cuál es la solución. El tema es ser inteligentes y planearlo bien.
—¿Cómo carajo vamos a planearlo bien? Matar gente no es algo a lo que se dedique alguno de nosotros.
—¿Matar gente? ¿Qué carajo entendiste? No estoy hablando de matar a Enzo, ¿cómo se te ocurre una cosa así? Lo que digo es que tenemos que mandar a sus cuervos al infierno, ¿entendés? tenemos que eliminar esa maldición que lo persigue y necesitamos hacerlo ya. Después de lo de la bruja estuve googleando, tengo claro cómo hacerlo, no hay que darle más vueltas.
—Ahora tenemos experiencia en brujerías y maldiciones…
—No importa. No es cuestión de experiencia sino de inteligencia. Todos podemos matar a alguien, sobre todo a alguien que nos está jodiendo profundamente la vida, pero no se trata de eso, tenemos que matar la maldición, erradicarla, mandarla de vuelta al infierno.
—Hay que planearlo bien. Tiene que ser perfecto.
—¿Y quién nos garantiza que va a funcionar?
—¿Cómo no va a funcionar? Muerto el perro se acabó la rabia.
—El perro no, el cuervo.
Y ahora sí rieron todos.
Fue la noche sin luna del mes de mayo. Tenía que ser esa noche específicamente según lo que encontraron en esa página de hechicería. Enzo salía del cine al que iba solo todos los martes, que es el día que menos gente encontraba en la sala. Caminaba lento las diez cuadras de regreso a su casa en la soledad del barrio que empezaba a dormir y allí lo interceptaron. Le cruzaron la van alquilada y con las placas identificadoras ocultas para que ninguna cámara de seguridad los delatara. En un operativo comando digno de mejores causas bajaron con sus rostros cubiertos por máscaras demoníacas de cotillón, lo encapucharon y lo subieron a empujones por la puerta trasera. Antes de que pudiera protestar le inyectaron una dosis de anestesia que hubiera puesto a dormir a un caballo y lo dejaron en el piso de la camioneta.
Lo llevaron a una casa abandonada en el fondo de Munro, un lugar que uno de ellos conocía por pasar todos los días camino al trabajo. Ahí lo ataron siempre con la cabeza cubierta en el centro de una estrella dibujada en el piso y rodeada de símbolos y runas. El ritual incluía una oración que todos repetirían, un baldazo de sangre de pollo y sal, humos de incienso y quema de algunos objetos personales de Enzo, pero no llegó a terminarse. Cuando la sangre le embadurnaba la capucha, Enzo comenzó a toser y convulsionar fuertemente y murió sin llegar a despertar del todo de una dosis de anestesia que, literalmente, era para dormir a un caballo y no para los escasos sesenta y cinco kilos que pesaba el infortunado. Los gritos, las discusiones, los intentos vanos de resucitación, el no saber qué hacer hasta la decisión final de abandonar el cuerpo sin ataduras ni capucha ni billetera en una calle desierta para que se lo computara como una victima más de la inseguridad urbana fueron una secuencia que duró poco menos de dos horas. Esa y el no volver a juntarse hasta que, un par de días después, se encontraran en el sepelio.
—¡Cuervos! ¡Aves negras! –gritaron al paso del cortejo tal como se habían juramentado, convocando a las nefastas presencias a irse junto a Enzo al más allá.
—¡Cuervos! ¡Aves negras! –se escuchó en el cementerio mientras el cajón descendía a la tierra. Pero los cuervos no descendieron con él y las aves negras se quedaron. Ninguno de los cinco amigos pudo jamás quitarse de encima la sombra del horroroso crimen cometido y el recuerdo de Enzo escupiendo sangre y baba en su viaje hacia el infierno oscureció cada reunión del grupo que finalmente no soportó y terminó disolviéndose en muchos individuos que llevaban el recuerdo de su desgracia a cada conversación animada en las que les tocaba participar y destruían al instante toda posibilidad de alegría en la reunión.
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