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El viaje de Mario

El sol se está poniendo. No debería estar tan duro, me molesta en los ojos. Me pega justo justo adelante y no veo la ruta. Debería haber viajado de noche.  La luna nunca jode, pero el sol pega duro, como si se empeñara en recordarme que no debería estar yendo, que el viaje no va a terminar en nada bueno. Y la música no ayuda. La cadencia, la monotonía. Debería tranquilizarme y sin embargo tiene algo que me jode, hay algo intangible e inexplicable que me rompe soberanamente las pelotas. No entiendo bien por qué no puse rock and roll en lugar de esta mierda tan lenta, tan cadenciosa, tan monocorde. Si sigue mucho más creo que voy a estallar en una explosión de violencia infinita, tan infinita como esta letanía insoportable. Y el sol que pega de frente mientras se empieza a esconder en la línea interminable de la pampa. Horizonte infinito y música monocorde, una combinación que me exaspera de a poco. Me molesta. Me siembra ira. La siento crecer. La molestia arrancó ahí, apenitas por encima del estómago, pero está subiendo. Y si sigue así va a llegar a mi nuca y después al frente de mi cráneo y va a estallar con una fuerza que va a romper todos los vidrios. Eso, los vidrios. Los anteojos. Si me pongo los anteojos el sol no va a poder seguir jodiendo. Es un toque, saco los anteojos de la guantera, me los pongo y no me va a joder más. Es estirar la mano y sacarlos. Si no fuera tan rápido, si me animara a soltar el volante. Es que la izquierda la tengo enyesada, no me sirve para sostenerlo firme. Y la derecha lo aferra, no la puedo liberar para buscar los anteojos. Y, además, tendría que inclinarme un poco y a esta velocidad me da pánico. No puedo desacelerar, las formas pasan a mi lado en una sucesión vertiginosa que me encanta. Y tengo que llegar. No puedo bajar ahora. No puedo desacelerar. Los anteojos, los anteojos serían la solución perfecta si no fueran imposibles, inalcanzables. Y están ahí, yo sé que están ahí y sin embargo son inalcanzables. Y entonces me rio con una carcajada que hasta a mi me suena entre histérica y forzada pero no puedo ni quiero contenerla. Es que es ridículo saber que la solución está a menos de medio metro de distancia, pero inalcanzable. Como Adriana, que toda la vida estuvo a menos de medio metro de distancia y siempre fue inalcanzable. Desde la primaria, cuando la muy estúpida se puso de novia con el nabo ese sólo porque era dos años más grande y yo no podía ser otra cosa que su amigo, su vecino que la acompañaba de ida y de vuelta, incluso esperando una hora en la parada del colectivo para verla llegar de la mano de ese idiota que me miraba canchero, con esa cara de nunca en la vida vas a tener lo que yo tengo, aunque a mi no me importe ni un poco de lo que te importa a vos. Es loco, me acuerdo de ese nabo y me genera más ternura que violencia. Y debería ser todo lo contrario, a ese tipo lo odié con toda la fuerza que un chico de diez años enamorado puede tener. Pero no, no es bronca sino ternura lo que siento. Una ternura más emparentada con el recuerdo de mi primer enamoramiento de Adriana que con el gordo pecoso que la llevaba de la mano. Y con la ternura se me fue la ira, como se fue el sol debajo del horizonte y la monotonía de la música. Es que en la oscuridad todo se ve mejor. El borde de la ruta pasa a mis costados con una velocidad increíble, supersónica. Acelero, tengo que llegar. Aunque la ansiedad se me fue, tengo que llegar. Aunque ahora estoy disfrutando el viaje, aunque sepa que lo que me espera no va a ser placentero. Pero tengo que seguir. Más rápido, sumergiéndome en la noche oscura y contenedora que me circunda, que me abraza y cobija, que me acuna y me calma. Y la noche es una laguna de aguas quietas y destellos veloces que me muestra un camino en el centro que debo seguir a toda velocidad para llegar al final, por más que no me guste nada ese final, por más que sepa que lo que me espera no va a ser agradable. Es que ellos van a estar ahí. Nadie me lo dijo, pero lo sé. No hay forma de que no estén. No hay fuerza en este mundo que pueda hacer que no vayan. No quiero ni pensarlo, pero cuanto más lo evito más los pienso y cuanto más los pienso más seguro estoy de que van a estar esperándome al final y la llegada no va a tener nada de agradable. No tengo muy claro qué cara poner, no sé muy bien qué voy a decirles, no quiero verlos ni dibujados, pero van a estar ahí, todos juntos, esperándome, acechándome. No quiero llegar, pero me apuro, no puedo evitarlo. Es como si resbalara por un tobogán aceitado hacia la meta, sin poder frenar, aunque tenga claro que lo que me gusta es el viaje, el vértigo de la ruta, los kilómetros que van pasando a mi lado en destellos y reflejos, las líneas demarcatorias y los carteles, la ruta, el camino. Y al llegar van a estar ellos con sus rencores a cuestas para acusarme, para colgarme la responsabilidad de los huevos como un yunque que debo cargar por ellos, porque ellos no tuvieron el coraje de pararse y decirle todo lo que pensaban y yo sí. Porque ellos eligieron la cómoda, la fácil, la de ser siempre políticamente correctos y nunca pero nunca sostener un puto principio. Y yo no, cabrón como siempre, me puse los guantes y me planté contra todos, que vengan de a uno y los atiendo. Yo no me dejé manipular y ahora tengo que ir a enfrentar sus caras, sus reproches. Ahora van a hacer otra vez la misma escenita de siempre, me van a responsabilizar a mi y ellos se van a lavar las manitos mientras todos me putean por lo bajo. Ahora van a decir que se murió por mi culpa, que yo lo maté a disgustos, que si hubiera tenido un poco de consideración todo esto no habría pasado. Ahora van a decir que yo nunca lo quise y que me importó un carajo ser su favorito, que soy un ingrato, que siempre lo fui y que por eso se murió, porque no pudo soportar la decepción. Porque yo sé que dicen eso cada vez que pueden, que yo soy su mayor decepción. Y que así lo maté. Que el día que me planté y no lo dejé manipularme firmé su sentencia de muerte con plena conciencia de lo que hacía. Para ellos es fácil, es cómodo ese discurso. Los exime de todo, les da un culpable concreto y les evita tener que buscar, que meterse en el barro y buscar la verdad. Nunca en la vida van a ser capaces de ensuciarse las manos y cavar profundo, tan profundo como yo vengo cavando hace años. No tienen la espalda. No tienen la inquietud. No tienen la enorme necesidad de llenar los vacíos. Y por supuesto, no tienen el aguante. Eso; yo aguanto. Como siempre, ellos se sacan responsabilidades y yo aguanto. Nunca me lo van a perdonar. Y van a estar esperando que llegue para reprocharme. Van a estar todos juntos esperando que aparezca para envalentonarse en grupo y acusarme. Seguro que hacen su gran escena, su puesta ante el auditorio de plañideros que los va a respaldar porque no tiene ni la menor posibilidad de cuestionar absolutamente nada, porque son mansos devoradores de chatarra, de comidas predigeridas empacadas en plásticos brillantes. Porque nunca en la vida se les ocurrió pensar que todo era una mierda. Porque nunca bucearon donde yo buceé. Nunca en la vida se metieron en la oscuridad profunda para verlo frente a frente, desnudo y sin maquillajes. No la oscuridad de esta ruta, suave, placentera y acogedora. No, la de verdad, la densa y pegajosa, la espesa donde cuesta sumergirse y bajar y donde se encuentra lo que no se busca y se preferiría no encontrar. Ahí es donde me gustaría verlos alguna vez, bajando y buceando en el alquitrán que yo recorrí, en la brea nauseabunda que ya me es tan familiar, en donde me hice amigo de los monstruos y le planté cara al peor monstruo de todos. Porque fue ahí donde lo vi como era, en el fondo del pantano más profundo. Lo fui a buscar al fondo de la caverna, a su guarida, ahí donde siempre se escondió de todos mientras su imagen coloreada y arreglada nos miraba desde el púlpito. Yo lo confronté en el barro, en su propio oscuro, pegajoso y maloliente barro. Yo le saqué la máscara y vi su verdadero rostro. Yo conocí sus pústulas, sus granos y verrugas, sus dientes afilados, su mirada de fuego. Yo lo vi como realmente era y no como quería mostrarse, como todos ellos quieren siempre que se muestre.  Porque les es cómodo creerle. Porque siempre es más fácil no cuestionar absolutamente nada, no escarbar, no romperse las uñas contra las piedras. Pero a mi no me gusta la comodidad. No, yo necesito sumergirme, cavar hondo, buscar. Yo no me puedo quedar tranquilo y hacerme el idiota cuando la verdad está pidiendo salir a gritos. No, la docilidad no está en mi. Nunca estuvo, nunca va a estar. Yo lo enfrenté con nada más que mi firmeza y mi inquietud y conocí su furia interminable, irracional, primitiva. Yo lo vi aullar de odio. Yo lo vi gritar desencajado palabras inconexas, agresiones infinitas. Yo lo vi vomitar su furia a torrentes, salpicando a todos los que se acercaran. Yo lo vi convertirse en lo que realmente es y ellos no quieren conocer. Y yo soy el único que sabe la verdad. Yo soy el único que conoce la paradoja de sus acusaciones infantiles. Yo sé que cuando salió de la caverna es cuando empezó a morir. Yo lo sé. Eso lo sé con absoluta certeza. Cuando lo obligué a salir de su escondite es cuando empezó a morir. Su cara, su cuerpo, sus garras, todo empezó a desdibujarse, a corromperse y borrarse. Y su alma empezó a emerger. Lo sé porque fuera de la cueva lloró. Yo lo vi llorar con estas lágrimas que ahora me surgen a torrentes. Que empezaron frías y ácidas, pero rápidamente se fueron tornando cálidas y dulces, con una dulzura infinita que sólo podía venir de lo más profundo de su ser. Y es que lo que yo sé y ellos no van a querer aceptar nunca es que cuando saqué a su monstruo de la caverna él sintió el alivio por primera vez en su vida y por eso empezó a morir. Y entonces yo entendí que ésa había sido siempre mi misión, mi propósito. Que por eso él me había elegido para ser su favorito. Porque sabía que yo lo iba a liberar un día, que iba a matar a su bestia. Que yo me iba a animar a concretar una tarea para la que ellos siempre iban a ser pequeños, débiles, pusilánimes. Y que yo iba a tener la fuerza, la convicción y la audacia para terminarla. Y yo sé que me lo agradeció. Él me lo agradeció desde el fondo de esas lágrimas que vi en su rostro transformado. Las mismas lágrimas que ahora ruedan por mi cara y caen al suelo mientras el sol empieza a asomar y yo llego al final del camino, a la casa de velorios del pueblo donde me espera un cajón frío y un grupo de extraños que alguna vez fueron mi familia. Y me siento liviano, reconfortado y en paz. En una enorme, radiante y cálida paz.



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