Martín murió a las seis de la tarde, aunque para él no era muy importante el horario ya que llevaba una semana en coma. Lo velaron esa noche y a la mañana siguiente lo enterraron en una ceremonia sencilla. Había muchos deudos, Martín era querido por todos los que lo conocían y amado por sus amigos y su familia. Cremarlo fue una opción, pero finalmente se enterró su cuerpo en un ataúd modesto, de precio medio porque a la familia no le sobraba el dinero. Esa modestia permitió que las termitas abrieran agujeros en la madera en pocas semanas y los gusanos comieran su cuerpo magro, multiplicándose y engordando con entusiasmo. Tanto engordaron que llamaron la atención de uno de los teros que vivían en el cementerio, en el solarcito despejado que quedaba a poco más de veinte metros de la tumba. Los dos teros, macho y hembra, se alimentaron con esos gusanos en la semana que pusieron sus huevos, tres para ser más exactos, huevos que cuidaron con la devoción y fiereza que caracteriza a estas aves. La misma fiereza que pusieron para proteger a los polluelos una vez nacidos pero que no alcanzó para salvar la vida de los tres ya que uno fue capturado por una comadreja overa una tarde en la que sus padres se alejaron del nido a los gritos, volando rasante y picoteando a un gato que se había acercado peligrosamente. El polluelo de tero fue la última comida de la comadreja. El granjero que vivía junto al cementerio, harto de que le diezmara sus gallinas, la atrapó la noche siguiente y la mató de una perdigonada con su vieja escopeta. Como todo bicho que cazaba la cortó en pedazos y mezcló con otros restos para alimentar a los cerdos, esos que vendía en la época de las fiestas para ayudar a juntar las monedas que necesitaba la familia. Fueron esos cerdos los que produjeron el lechoncito que Julia y Sebastián cenaron a la luz de la luna en ese diciembre caluroso, la noche que engendraron a su primer hijo a quien, desde su primera fantasía allá cuando empezaron a noviar en el secundario, habían decidido llamar Martín.
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