Hace años que me visita un fantasma. Bah, no sé en realidad si decir que es un fantasma o un muerto, no termino de entender la diferencia, aunque a falta de una explicación mejor me gusta pensar que lo que define a uno y otro es algo así como su manifestación física. Es pensar que quizás la diferencia pase por lo corpóreo de la aparición. Tal vez los fantasmas sean sólo imagen, algo así como el holograma de los muertos, un estadio más avanzado y esencial que ha conseguido prescindir de toda materia para mostrarse sólo como imagen. Si aceptamos esto, lo que me visita hace años es definitivamente un muerto. Su cuerpo es palpable. Sus carnes putrefactas de color gris terroso, llenas de pústulas y a punto casi de desprenderse de sus huesos, son bien concretas y cada vez que viene se instalan frente a mi tratando de llamar mi atención. Sus ropas de color indefinido, harapos cubiertos de polvo, no logran ocultar a los gusanos que lentamente lo van carcomiendo, horadando sus tejidos por aquí y por allá. Sí, sí; es un pobre y patético muerto.
Hace años que realiza la misma rutina. Viene dos o tres veces por semana, siempre a la misma hora. Se para frente a mi y abre su boca en el gesto de intentar decir algo, pero su mandíbula inferior se desencaja y queda colgando floja en una cabeza que va siendo cada vez más calavera y pelos. Entonces su expresión intenta dar lástima y me mira con ojos de cordero degollado buscando hacerme cómplice de su silencio, tratando de significar que los dos entendemos lo que estaba por decir, aunque yo no tenga la menor idea de qué se trata.
Al principio el espectáculo me impresionaba. El color y el olor de la aparición me dejaban pensando por el resto del día. Esa palabra nunca pronunciada conseguía intrigarme por momentos, y hasta estaba dispuesto a intentar escuchar la siguiente vez que apareciera. Pero poco a poco la rutina me fue cansando. Ese pararse frente a mi siempre de la misma manera, esa mirada pidiendo conmiseración en cada encuentro, esos gusanos saliéndole de adentro en una catarata constante y asquerosa.
De tan repetido empezó a hacerse invisible a mis ojos. Llega, toca el timbre y comienza su numerito y yo ya ni me doy cuenta si tiene más o menos gusanos, si sus carnes se secaron o cuelgan fláccidas, si sus harapos están más o menos raídos. Hay días que ni siquiera me quedo frente a él, le abro la puerta y sigo haciendo mis cosas. Entonces se desespera porque lo note y entra a mi casa, recorre los ambientes como si quisiera anoticiarse de los cambios y me busca para volver a colocarse frente a mi y repetir el intento de soltar una palabra, con tan poco éxito que yo ya ni siquiera lo miro y ni puede poner su cara lastimera, lo que seguramente debe entristecerlo aún más.
No sé cuánto más va a seguir durando esto. Supongo que será el tiempo que transcurre entre que un muerto se transforma en fantasma, aunque por la progresión que viene llevando éste no parece que vaya a conseguir siquiera ser una imagen ante mis ojos sino que desaparecerá en su insistencia sin que yo llegue a darme cuenta. Y entonces ya no será un ni un muerto ni un fantasma; es más, ni siquiera será un recuerdo.
Hace años que realiza la misma rutina. Viene dos o tres veces por semana, siempre a la misma hora. Se para frente a mi y abre su boca en el gesto de intentar decir algo, pero su mandíbula inferior se desencaja y queda colgando floja en una cabeza que va siendo cada vez más calavera y pelos. Entonces su expresión intenta dar lástima y me mira con ojos de cordero degollado buscando hacerme cómplice de su silencio, tratando de significar que los dos entendemos lo que estaba por decir, aunque yo no tenga la menor idea de qué se trata.
Al principio el espectáculo me impresionaba. El color y el olor de la aparición me dejaban pensando por el resto del día. Esa palabra nunca pronunciada conseguía intrigarme por momentos, y hasta estaba dispuesto a intentar escuchar la siguiente vez que apareciera. Pero poco a poco la rutina me fue cansando. Ese pararse frente a mi siempre de la misma manera, esa mirada pidiendo conmiseración en cada encuentro, esos gusanos saliéndole de adentro en una catarata constante y asquerosa.
De tan repetido empezó a hacerse invisible a mis ojos. Llega, toca el timbre y comienza su numerito y yo ya ni me doy cuenta si tiene más o menos gusanos, si sus carnes se secaron o cuelgan fláccidas, si sus harapos están más o menos raídos. Hay días que ni siquiera me quedo frente a él, le abro la puerta y sigo haciendo mis cosas. Entonces se desespera porque lo note y entra a mi casa, recorre los ambientes como si quisiera anoticiarse de los cambios y me busca para volver a colocarse frente a mi y repetir el intento de soltar una palabra, con tan poco éxito que yo ya ni siquiera lo miro y ni puede poner su cara lastimera, lo que seguramente debe entristecerlo aún más.
No sé cuánto más va a seguir durando esto. Supongo que será el tiempo que transcurre entre que un muerto se transforma en fantasma, aunque por la progresión que viene llevando éste no parece que vaya a conseguir siquiera ser una imagen ante mis ojos sino que desaparecerá en su insistencia sin que yo llegue a darme cuenta. Y entonces ya no será un ni un muerto ni un fantasma; es más, ni siquiera será un recuerdo.
Seguí leyendo "Hay noches" en Amazon