Puede haber variadas, innumerables razones para volar en Nochebuena. Mirando los rostros de las personas que se amontonan en esta sala de preembarque se lee un muestrario de ellas. La rubia de la revista, por ejemplo. Todo en su aspecto trata de decir que está más allá de las fechas y las costumbres. Los pantalones raídos, la gorrita vuelta hacia atrás, la cara sin pintar, la mirada desafiante. Seguramente hay detrás una historia de rebeldía familiar. La pelea con un padre distante y autoritario cuando la nena se puso las primeras minifaldas y un desgarro mortal cuando ella vio que la madre, a quien siempre creyó de su lado, terminó apoyando al padre en la censura de ese noviecito desaliñado que ahora recuerda con cariño sólo por haberle servido de detonante para salir de casa a ver el mundo. O tal vez es más clásico aún. Tal vez hay un pasado en colegio de monjas y medias de algodón siempre levantadas hasta las rodillas. Tal vez hay una salida de la burbuja de cristal de la mano de una amiga mayor y divertida, ligeramente borrachina y con ganas de compartir experiencias. Viajar se convirtió en su estilo de vida y saltar de una ciudad a otra, de una gente a otra, de una costumbre a otra es hoy su única rutina. Por eso la cara despreocupada. Por eso la sonrisa ladeada mientras ojea Cosmopolitan frente a la puerta de embarque. O la señora del sweater rosa, que por su edad debería estar preparando la cena para compartir con los nietos y no mostrar su mirada asustada antes de subir a un avión. Aunque tal vez sea justamente esa la razón. Los nietos lejos, llevados de la mano por sus padres en esta segunda ola migratoria, buscando un presente que su empobrecida tierra sudamericana no puede darles y que la lejana patria de sus padres parece ofrecer a desgano. Un presente sin abuelos, parece pensar. Porque una vez al año no es para considerarlo familia a un abuelo, por más que lleve caramelos Billiken prolijamente envueltos en la valijita que despachó hace una hora y que los nietos comerán con desdén, sabedores que en su casa suele haber golosinas más interesantes. Nochebuena en el aire pero navidad en familia, parece consolarse la señora mientras su cara sigue evidenciando el temor visceral que siente por los aviones, aunque sea esta la primera vez que se suba a uno. O el señor absorto, que escribe en su laptop correos que enviará en cuanto pueda conectarse a internet. Usa ropa fina y elegante, de esa que los ricos creen que es informal aunque sea más seria que un traje de empleado bancario y tiene un peluche enorme que descansa en el asiento junto a él, evidente soborno para una niña que lo extraña en alguna fiesta llena de ausencias. O tal vez no, tal vez sólo sea para algún sobrino, hijo de esa hermana que decidió cumplir con el rito ancestral de prolongar la especie y que sirve de excusa al tío soltero y millonario para mostrar un lado tierno cuando sus obligaciones sociales así lo exigen. Su razón es evidente. En su mundo los afectos son una foto en el escritorio y siempre hay una poderosa razón para no poder estar en esas fechas en que la soledad se evidencia. Después relatará míticas historias sobre los brindis con las azafatas y hará evidente que sólo sabe vivir aquel que pasa una noche como esa a más de nueve mil metros de altura, vanos intentos para disfrazar lo evidente. O la madre con tres chicos, carritos y paquetes en riestra, que seguro subió de la lista de espera por la que hace tres días intenta viajar para pasar las fiestas en su casa natal. Su cara de fastidio habla de esa espera, de la pelea con el padre de los chicos por su necesidad de permanecer en el país de residencia por problemas de trabajo, de la molestia que a esta altura parece ser todo lo que se relacione con ese estilo de vida que supo conseguir y que ahora no la satisface para nada. Por eso su total indiferencia cuando el menor de sus hijos le pregunta si es posible que vean a Papá Noel desde la ventana del avión en pleno vuelo. Por eso su puesta en escena de total molestia, para que todos los desconocidos que pueblan esa sala de preembarque sepan que ella no debería estar allí y que si por ella fuera no estaría. Distintas las razones del hombre aquel, el que mezcla en sus ojos la sorpresa y la tristeza. Su cara denota el cansancio producido por el llanto. Una mala noticia lo sacó de su fiesta privada y lo lleva de apuro hacia la congoja de un pasado que creía eterno e inmodificable y que hoy ha estallado en mil pedazos y lo golpea sin piedad con las esquirlas del afecto que lo desborda. Está esperando y ya perdió noción de la fecha, de los regalos, de las luces de colores. Su mente viaja en el tiempo y retrocede a un pasado en el que todo parecía sencillo y no existía nada por qué preocuparse. Su cuerpo reclama con dolor la vuelta a ese pasado aunque sea por un rato, para corregir todo lo que hizo mal, para hacer todo lo que no hizo, para decir todo lo que calló. Difícil que encuentre consuelo en esta noche fría, de comisarios de abordo con corbatas festivas y anuncios de millas y temperaturas mezclados con deseos vacíos de felicidad.
Puede haber innumerables razones para volar en Nochebuena. Una urgencia. Una emergencia. Un imperioso deseo de llegar sin importar lo que suceda. Una obligación. Una distracción. Realmente puede haber innumerables razones. ¿Las mías? Las mías forman parte de otras historias y no viene al caso repetirlas.
Puede haber innumerables razones para volar en Nochebuena. Una urgencia. Una emergencia. Un imperioso deseo de llegar sin importar lo que suceda. Una obligación. Una distracción. Realmente puede haber innumerables razones. ¿Las mías? Las mías forman parte de otras historias y no viene al caso repetirlas.