- Vamos O’Hara. No podemos haraganear. Esta es complicada. Se parece a la del treinta, si lo que Stanley contaba era cierto, porque todos sabemos cómo era ese viejo cabrón, mentiroso y borracho; cuando empezaba con sus historias era imposible saber hasta dónde iba la verdad y dónde empezaba la sanata y el delirio. Pero si por una vez en su maldita vida dijo la verdad, esta se parece a la del treinta, te lo aseguro.
Los hombres hablan en voz baja en la oscuridad de la caja del camión. O’Hara revuelve perezoso entre los elementos de trabajo, buscando la pala que más le gusta, la del mango rojo gastado de tanto sobarlo, la que lo deja tranquilo. Tiene la paciencia de los obsesivos, que le permite repasar una y otra vez entre las herramientas que se amontonan en el piso en un desorden peligroso por el traqueteo del camión. Siempre reciben el reto por no asegurar sus herramientas, y siempre vuelven a dejarlas desordenadas al terminar su trabajo, agotados por el esfuerzo. Es que las erupciones suceden cada vez más seguido y casi ya no tienen descanso. No terminan de tapar un hoyo que se escucha la alarma y deben correr al siguiente, para volver a inclinarse, para volver a cavar y zapar hasta terminar con la erupción, hasta restaurar la tranquilidad de la superficie que parece no poder durar ya ni un segundo, ni siquiera un miserable segundo.
- Vamos O’Hara, apurate y dejá de fastidiar con tu palita, que esta vez no sé si vamos a dar abasto y cuanto más demoremos más difícil se va a poner. Vos sabés cómo es esto, si permitimos que la erupción crezca va a terminar siendo incontenible. Y justamente eso es lo que decía Stanley de la del treinta, que no se dieron cuenta a tiempo y cuando quisieron pararla les costó diez veces más, que no había zapadores suficientes para contener la erupción que se desparramaba por todos lados. Y te juro que lo que vi se parece mucho a eso, O’Hara. Así que olvidate de tu pala favorita y agarrá cualquiera, que si no nos movemos rápido no sé si vamos a poder terminar con esta.
Los hombres están sucios y huelen mal. Hace años que huelen mal aunque ellos ya no lo notan. Es el trabajo, es la mezcla del sudor con la mugre que trae la erupción, con esa solución viscosa y oscura que salpica y se adhiere. Es la falta de tiempo para la higiene. La falta de tiempo y de costumbre. Y, paradójicamente, también es el exceso de tiempo. Es el exceso de tiempo pasado entre otros hombres que huelen exactamente como uno. Es la oscuridad y el apuro. Es la costumbre que va anestesiando los sentidos. Primero la vista, para no observar lo que brota de la tierra en cada erupción, eso que hizo que O’Hara casi huyera despavorido en su primera misión, hace ya mucho tiempo, cuando era apenas un muchacho y no olía tan mal, cuando se cuidaba los cabellos y se empapaba la cara con colonia después de afeitarse. Primero fue la vista, después el oído, que a pesar de los tapones reglamentarios insistía en las primeras misiones en acercarle los gritos que se oían entre los estampidos. Los gritos y los ruegos que hoy ya no escuchan aunque sigan estando ahí, aunque sigan acompañando cada erupción. Y después sí, el olfato. Ese vaho que tuvo a O’Hara vomitando el primer mes de trabajo durante las misiones y al volver al cuartel, ese hedor que se instalaba en las fosas nasales de los hombres y de allí se clavaba en su cerebro como una marca permanente y que terminó por quitarles por completo el olfato y con él la capacidad de percibirlo. Porque los hombres ya no percibían ese olor. Ese ni ningún otro, aunque en los últimos tiempos ese olor era el único que respiraban, de tan seguido que se sucedían las erupciones.
- Vamos O’Hara, por fin encontraste la maldita pala. Ponete la máscara. En serio, esta vez la necesitás. No quiero que te pase lo de López, ¿te acordás de López? Nunca se recuperó de las salpicaduras. No te das cuenta que yo tengo la mía lista, que me la voy a poner en cuanto estemos allí. Y te digo, no pongo un pie fuera del camión sin la máscara, los guantes y el traje. Vamos O’Hara, sabés que pienso lo mismo que vos sobre la protección, pero te aseguro que esta vez es necesario el equipo completo.
Los hombres suelen quitarse prendas para trabajar más cómodos. Pero no esta vez. Hoy tienen sus cascos y capotes puestos. Las botas altas, los pantalones engomados. Las máscaras y las antiparras. El equipo completo para evitar salpicarse, contaminarse. Todos recuerdan las úlceras que produce una salpicadura. Todos han sufrido alguna en tantos años de trabajo, pero esta vez sería fatal. Esta vez hay tanto pus saliendo, tanta sangre, tanta mierda mezclada que quien no se aísle con todo el equipo corre el riesgo de contaminarse por completo y convertirse en una fuente ambulante de ese río que combaten, ese río subterráneo y pestilente que se empeña en emerger trayendo a sus criaturas desgraciadas, monstruos deformes con cuatro bocas para alimentarse y ninguna mano para acercarles el alimento, bestias plañideras que gritan e imploran, que señalan con su sola presencia, que recuerdan. Y entonces hoy hay que cavar más rápido, tapar los agujeros con tierra, hacer barreras, construir defensas, levantar muros que aíslen la erupción, que la tapen, que la oculten y una vez contenida esperar al equipo de drenaje, colocar los caños y canalizarla hacia el vertedero, ese gran agujero hediondo que junta toda la porquería de años y años de erupciones. Es que hoy está difícil. Hoy la erupción se da en muchos lugares al mismo tiempo. Hoy los cráteres son más grandes, hoy la presión con la que sale el líquido es mucho mayor. Por eso los hombres tienen que redoblar esfuerzos. Porque no hay zapadores que alcancen, porque la podredumbre los desborda y los lamentos se escuchan a kilómetros de distancia.
- Vamos O’Hara, es hora. Calzate la mascara y encomendate a tu dios. Hoy no sé si volvemos.