Sonríe y le entrega la flor. Es un crisantemo púrpura de un color muy intenso, como la capa de un obispo de los que uno se imagina que usan capa púrpura y de ahí lo de purpurados. Casi lo único que se ve por un momento es esa mancha de color en el entorno gris. Una luz frágil, elegante, pura en medio de un fondo impreciso. Es un instante de primerísimo primer plano de la flor con su paz y entonces sí, se escucha el crujido, la cámara vuelve a abrirse y se ve la rajadura que empieza a correr justo justo entre medio de los dos, que corre y corre hasta que se abre la tierra y el banco en el que estaban sentados se parte al medio y los separa mientras sus manos se extienden para juntarse, una vacía, la otra con el crisantemo púrpura que parece más frágil en medio del mundo que se fractura. Y las manos casi llegan a rozarse pero la rajadura se abre más y el hueco en la tierra empieza a tragarse todo lo que los sostiene mientras ellos se afanan por saltar de roca en roca para volver a juntarse, siempre con sus brazos estirados, siempre con sus manos a punto de tocarse, siempre a unos centímetros inalcanzables. Y entonces la grieta se hace más grande y se traga las mitades del banco y de la plaza y de la ciudad y ya parece que ellos no van a encontrar apoyo y también van a caer, pero se afirman sobre dos pedruscos más pequeños que sus zapatos. Y se miran y sonríen mientras el mundo se hunde a su alrededor. Y entonces parece que por fin sí van a poder juntarse y ella estira sus dedos que sostienen el crisantemo y él duplica el largo de su brazo y ya casi le toma la mano y ve que a espaldas de ella ya es todo el país lo que cae en la grieta y desaparece en el fondo oscuro y siente que a su espalda el océano también se hunde en la grieta y que su pedrusco ya se hace inestable y empieza a moverse por la atracción del vacío y entonces hace un esfuerzo enorme y ya parece que alcanza la mano tendida de ella y es justo justo en ese instante cuando ella lo mira con una sonrisa breve y abre su mano, dejando que el crisantemo flote por un segundo en el aire, a escasos milímetros de sus dedos y después caiga irremediablemente en el agujero negro que los separa, mientras le dice -No, gracias.- y se da media vuelta y salta de su pedrusco para perderse en la grieta inmensa, dejándolo con la vista clavada en esa forma púrpura que se hace cada vez más pequeña en medio de la negrura.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...