Hay un grupo de cuervos que me picotean los ojos. Son siete u ocho ya no sé bien, es que son tan parecidos que me cuesta individualizarlos. Me picotean fuerte, con saña. Me clavan sus picos duros sacando sangre y humores hasta vaciar mis cuencas. Graznan y se turnan para lacerarme, para herirme y alimentarse con mis despojos. A veces yerran el picotazo y golpean mi nariz. Me partieron el tabique en uno de esos errores. Creo que son errores, no sé, no quieren alimentarse con mi nariz. No; quieren mis ojos. Les gusta su consistencia gelatinosa, el ruido que hace al romperse el cristalino, el sabor tibio de la mezcla de sangre y pupila. Realmente me cuesta soportar el dolor que me producen sus picos, el tremendo impacto de sus puntas afiladas, el sonido de sus aleteos, la letanía de mis propios quejidos. Pero ese no es el problema. No. El verdadero problema es saber que tengo la capacidad de regenerar un nuevo par de ojos.
Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...