Ir al contenido principal

De bestias

Es una mariposa grande, llamativamente grande. Tan grande que de lejos podría confundirse con un pájaro pequeño, con un gorrión. O con un murciélago. Si, con un murciélago. Sus alas se parecen más a las de un murciélago. Un murciélago multicolor y de movimientos sutiles. De lejos. De cerca es un monstruo, con una trompa enrollada, antenas y ojos facetados, un cuerpo alargado, patas increíbles y esas alas de una envergadura imposible. Un auténtico monstruo volador.
Es un tigre pequeño. Pequeño para tigre. Cómo gato sería un desastre. Si saltara sobre la mesa de la cocina la destrozaría por su peso. O si se acurrucara en la falda de Mabel y se le ocurriera ronronear su rugido se escucharía desde la planta baja. Tiene las zarpas del tamaño de un peluche pequeño y los dientes fuertes como cinceles. Su pelaje blanco parece plateado en la luz de la tarde. Parece azulado, tornasolado en el crepúsculo. Y las rayas que lo camuflan se tornan grises. Es un tigre pequeño y un gato enorme.
Es una avestruz veloz, de patas largas y fuertes. Un poco petisa para avestruz pero muy alta para kiwi. Y veloz, muy muy veloz. Cuando corre levanta polvareda con sus patas musculosas, de dedos largos y uñas afiladas. Es una avestruz de plumaje oscuro y cara graciosa, con cuello de vieja y mirada ingenua. Es una avestruz con piernas de atleta y alas de rotisería.
Es un cerdo desproporcionadamente grande, con patas pequeñísimas y cabeza enorme. Y rosado. Un enorme cerdo rosado que parece que se arrastrara por el suelo, de tan pequeñas que son sus patas. Es demasiado grande para ciempiés y demasiado al ras de suelo para cerdo. Pero es un cerdo, que duda cabe. Su cabeza es de cerdo, su pelaje es de cerdo, sus ojos son de cerdo, su colita enrulada es de cerdo y su olor, qué peste, es definitivamente de cerdo.
Es una jirafa casi albina. Demasiado blanca para jirafa. Demasiado alta para oso polar. Tiene pequeñas manchas de un tono grisáceo, entre amarillento y te con leche. Es una jirafa muy clara para estar sucia, con una luminosidad que refleja la luz de la sabana. Es una jirafa que se ha vuelto un blanco muy fácil para los predadores, que pueden verla desde kilómetros de distancia. Y sin embargo poco parece importarle. Con esas patas largas, esa cabeza de ariete, esos cuernos cortos y macizos no hay mucho predador que se le acerque a menos de diez metros. Es una jirafa que se ofrece para ser mirada pero no molestada. Como la mayoría de las jirafas, que tienen un carácter que te la voglio dire.
Es una hiena petisa y culona, tan culona que casi parece que caminara arrastrando el trasero por la jungla. Petisa y culona pero rápida y gritona, como una novia mía de la secundaria. Demasiado petisa para hiena, demasiado culona para guepardo. Sus chillidos, mezcla de carcajada y lamento, son ácidos, desagradables, antipáticos. Es una compañía desagradable y los otros animales la evitan. Otro parecido con mi novia de la secundaria.
Es un paisito pequeño lleno de gente mezquina. O un paisito mezquino lleno de gente pequeña; como todo, siempre depende desde dónde se lo mire. No es que haya grandes problemas; no tiene guerras intestinas, no hay grandes botines por los que pelear. Simplemente esta lleno de gente que detesta a sus semejantes. Demasiado exigentes para hermanarse, demasiado parecidos para diferenciarse. Es un paisito pequeño que no mira para adelante. Ni para atrás. Ni para afuera. Ni para adentro. Está lleno de gente que no encuentra otra manera de vivir que no sea comiéndose unos a otros, aunque esto los condene inexorablemente a la extinción. Y lo peor es que son demasiado bestias como para darse cuenta.



Entradas populares de este blog

El algoritmo decidió que yo era una señora

Un día el algoritmo decidió que yo era una señora mayor, de entre los setenta y cinco años y el ya no me importa nada, de esa franja etaria en la que se baja el ritmo, se contempla más de lo que se actúa y se duele más de lo que se disfruta. Yo sé que suena a cliché, pero parece que los algoritmos también se nutren de los prejuicios, costumbres y visiones generalizadas. Y no es que yo pensara o viviera como una señora mayor, no no, yo no tenía nada que ver con eso, no era señora ni mayor y seguía con mi vida habitual y sin la menor intención de cuidar nietos. Pero por alguna razón el algoritmo empezó a mostrarme otros contenidos. No ya los que compartían mis amigos, casi muy pocos de los que generaban mis contactos pero muchos de los que se convenció iban a ser de mi interés. Y no fue en una sola red sino en todas las que frecuentaba. No sé muy bien en cuál empezó pero casi al instante todas estaban mostrándome contenidos similares, como si trabajaran coordinadas o detrás de todas estu...

Pusilánime

 La pelota rodó y la paró en seco. Así, de una, sin vueltas. No como hacía siempre, que le buscaba el pelo al huevo hasta para pedir una milanesa en la rotisería: que el ajo, que el perejil, que si es frita o al horno. No no, esta vez no. Esta vez fue directo y concreto. Me voy al carajo, dijo. Me voy al carajo y no vuelvo nunca más. Y lo dijo tranquilo, sin gritar ni insultar a nadie, pero con una firmeza en la voz que no dejó lugar a dudas ni a intentar, siquiera, una negociación. Por eso Marina lo miró como si viera a un marciano. Por eso no le creyó al principio. Porque nunca lo había visto tomar una decisión en un segundo. Siempre evaluaba, sopesaba, medía, estudiaba, iba y venía, construía escenarios y nunca terminaba de decidirse. Por eso, justamente, se había hartado de él. Por eso le había hecho el planteo que le había hecho. Porque ya no aguantaba sus indefiniciones, sus rodeos. Por eso le había dicho que era un pusilánime y que ella no estaba dispuesta a seguir perdiendo...

Cotorras

Firmó la carta, la apoyó en la cómoda bien a la vista, abrió la ventana y salió al balcón. Era un día luminoso, de cielo limpio y sin nubes. Pasó un pie sobre la baranda y después el otro. Un vecino de otro edificio situado a cincuenta metros lo vio y gritó algo que nunca escuchó. Tomó impulso y saltó. Pensó que su vida iba a pasar a toda velocidad ante sus ojos, pero no fue así, no vio nada, ni un solo recuerdo, ni un rostro conocido, ni una frase. No vio ninguno de los motivos que lo llevaron a saltar, ninguno de los problemas, ninguna de las frustraciones. No vio nada. Sólo una cotorra que lo miró de cerca, entre sorprendida y risueña y que empezó a gritar cuando sus brazos se desplegaron y le salieron plumas y se convirtieron en alas y su cuerpo se comprimió y se contrajo y se hizo liviano y verde y el aire lo empujó y voló, primero desorientado y chambón, como a los tropezones, pero de a poco acomodándose y acompasando su aletear con el de la cotorra, la otra cotorra, la que lo se...