Como sueño casi es redundante. Soñar que uno está soñando no tiene demasiada gracia. Casi ni vale la pena perder el tiempo ni desperdiciar la fantasía. Y encima soñar que sueño con la oficina y el gordo José (que es flaco pero es el gordo) que se ríe y dice que no labura más es directamente decepcionante.
Aquiles Filicelli untaba mecánicamente su segunda tostada de salvado. Eran las siete cuarenta y cinco y a las siete cuarenta y ocho debía finalizar su desayuno que, como siempre, había consistido en una taza de mate cocido y dos tostadas casi quemadas servido en la soledad de la cocina de su dos ambientes. Siete cincuenta y siete estaría tomando el subte y ocho y doce llegaría a la oficina (sabido es que el jefe nunca llegaba antes de las ocho y veinticinco). Hacía doce años que cumplía estrictamente con este ritual y se enorgullecía de que el señor Martuchi nunca hubiera llegado antes que él. Esto no era lo único que enorgullecía a Filicelli. A decir de todos (y por supuesto del señor Martuchi) sus archivos eran los más ordenados y completos que jamás tuvo la dependencia. Ni comparación con el desastre que fue cuando Gómez lo precediera como Jefe de Archivos. Porque Gómez no entendía nada sobre el funcionamiento de una dependencia municipal. Había alcanzado el puesto nada más que porque tenía palanca con el intendente, como le había contado Irma una vez. En cambio, Filicelli sí que sabía; si tenía como veinticinco años de municipalidad encima y no había entrado por la ventana; no señor, él había empezado bien de abajo y ahora se merecía sobradamente la categoría veinte que le habían prometido para fin de año. Con el ascenso sobrarían algunos pesos y podría hacer algunas de esas cosas que siempre había dicho que quería, aunque en realidad no sabía si alguna vez había querido algo.
El gordo-flaco se sigue riendo y grita que los expedientes le importan un carajo y se abraza con Irma (que es Luli, la vedette, pero es Irma) y baila un vals entre los escritorios. Yo que los miro y les digo que el señor Martuchi puede llegar en cualquier momento y que a él no le gusta que los empleados jueguen en horas de trabajo porque da imagen de poca seriedad, y la vedette-Irma que me dice que no sea oreja y me saca a bailar. Yo que no pero en el fondo que sí y qué lindo que se siente estar tan cerca de ella y el gordo que aplaude y ensaya unos pasos de tango...
A las nueve y treinta empiezan a llegar los memorandum y la correspondencia. Filicelli se encarga personalmente de leerlos y clasificarlos: las notas administrativas van en el archivero de arriba a la derecha, las referidas a asuntos del personal en el de la izquierda, las disposiciones internas en el tercer cajón y así sucesivamente; cada ítem en su lugar específico y siguiendo riguroso orden cronológico. Luego resumirá las novedades para que Irma mecanografíe el parte diario y lo lleve al despacho del señor Martuchi quien, como todos los días, dejará que Filicelli conteste a todos los requerimientos. A las diez y treinta empezarán a llegar los cadetes de las distintas reparticiones en busca de expedientes que Irma y José les entregarán luego de recibirlos de Filicelli, único autorizado a manejar los archivos.
Ya no hay más bailes ni risas. El gordo (que ya es gordo) lee el Clarín mientras desayuna en su escritorio. Irma (que no es Irma pero es más Irma que antes) no hace nada pero me mira con un brillo extraño que me incomoda. Empiezo a notar que la oficina es tan igual a la oficina que casi consigue aburrirme. En mi sueño pienso que lo único que falta es que traigan la correspondencia del día y del tedio pasaré al odio profundo.
Las primeras notas que llegaron no tenían demasiada importancia. Simples pedidos de una oficina a otra formulados con la única función de justificar la existencia de quien pregunta y de quien responde. No iba a ser ese un día muy agitado.
A la hora del almuerzo nos juntamos los tres en el escritorio de Irma (que ya es definitivamente Irma) y comentamos mecánicamente las trivialidades de siempre, mientras cada uno come la vianda que trajo de su casa. La escena me resulta aburridamente familiar y, si no fuera porque sé que estoy soñando, juraría que es otro día de trabajo. Mientras saca un poco de ensalada de chauchas de un taper, Irma fija sus ojos en Filicelli y le pregunta si tiene algún problema con sus sobrinos o si es algo más privado, que no quiere ser curiosa pero hace unos días que está muy reservado, como en otra cosa. Y yo que no pero sin disimular la sorpresa porque en realidad esta escena... y ella que si dijo algo malo que la disculpe, que no es porque se quiera meter en su vida pero como hace tanto que trabajan juntos... y yo que no, que no es eso, que lo que pasa es que... y en ese momento pienso que por qué tengo que dar explicaciones en mi sueño, pero ella se ve tan real que casi no sé si... y el gordo que ya va por el tercer sándwich de milanesa y parece fuera de este mundo (o dentro de su panza, lo que es casi lo mismo)... lo que pasa es que hace unos cuantos días que sueño que sueño y en mi sueño me estoy soñando; me sueño vivo y actuando como si fuera un día normal, tan normal que me asusta; ya no hay más fantasía. ¿Por qué lo asusta? preguntó Irma casi por reflejo mientras pensaba que las chauchas estaban demasiado amargas y que esa misma tarde le iba a tirar la bronca a Don Manuel porque le estaba vendiendo una verdura espantosa. ¿No se da cuenta Irma? Estoy empezando a temer estar despierto o dormido, estoy empezando a pensar que si no sueño corro el riesgo de no existir, pero que si existo sólo en sueños tampoco estoy vivo, ¿me entiende?... y las berenjenas, que el desgraciado las puso casi al doble que la semana pasada y encima horribles... perdón, ¿qué decía Filicelli?
El día siguió tranquilo en la oficina, con la excepción de las extrañas reacciones de Filicelli ante cualquier ruido ligeramente fuerte. Reacciones que sus compañeros no conseguían explicarse aunque tampoco les interesaba demasiado.
Aquiles Filicelli untaba mecánicamente su segunda tostada de salvado. Eran las siete cuarenta y cinco y a las siete cuarenta y ocho debía finalizar su desayuno que, como siempre, había consistido en una taza de mate cocido y dos tostadas casi quemadas servido en la soledad de la cocina de su dos ambientes. Siete cincuenta y siete estaría tomando el subte y ocho y doce llegaría a la oficina (sabido es que el jefe nunca llegaba antes de las ocho y veinticinco). Hacía doce años que cumplía estrictamente con este ritual y se enorgullecía de que el señor Martuchi nunca hubiera llegado antes que él. Esto no era lo único que enorgullecía a Filicelli. A decir de todos (y por supuesto del señor Martuchi) sus archivos eran los más ordenados y completos que jamás tuvo la dependencia. Ni comparación con el desastre que fue cuando Gómez lo precediera como Jefe de Archivos. Porque Gómez no entendía nada sobre el funcionamiento de una dependencia municipal. Había alcanzado el puesto nada más que porque tenía palanca con el intendente, como le había contado Irma una vez. En cambio, Filicelli sí que sabía; si tenía como veinticinco años de municipalidad encima y no había entrado por la ventana; no señor, él había empezado bien de abajo y ahora se merecía sobradamente la categoría veinte que le habían prometido para fin de año. Con el ascenso sobrarían algunos pesos y podría hacer algunas de esas cosas que siempre había dicho que quería, aunque en realidad no sabía si alguna vez había querido algo.
El gordo-flaco se sigue riendo y grita que los expedientes le importan un carajo y se abraza con Irma (que es Luli, la vedette, pero es Irma) y baila un vals entre los escritorios. Yo que los miro y les digo que el señor Martuchi puede llegar en cualquier momento y que a él no le gusta que los empleados jueguen en horas de trabajo porque da imagen de poca seriedad, y la vedette-Irma que me dice que no sea oreja y me saca a bailar. Yo que no pero en el fondo que sí y qué lindo que se siente estar tan cerca de ella y el gordo que aplaude y ensaya unos pasos de tango...
A las nueve y treinta empiezan a llegar los memorandum y la correspondencia. Filicelli se encarga personalmente de leerlos y clasificarlos: las notas administrativas van en el archivero de arriba a la derecha, las referidas a asuntos del personal en el de la izquierda, las disposiciones internas en el tercer cajón y así sucesivamente; cada ítem en su lugar específico y siguiendo riguroso orden cronológico. Luego resumirá las novedades para que Irma mecanografíe el parte diario y lo lleve al despacho del señor Martuchi quien, como todos los días, dejará que Filicelli conteste a todos los requerimientos. A las diez y treinta empezarán a llegar los cadetes de las distintas reparticiones en busca de expedientes que Irma y José les entregarán luego de recibirlos de Filicelli, único autorizado a manejar los archivos.
Ya no hay más bailes ni risas. El gordo (que ya es gordo) lee el Clarín mientras desayuna en su escritorio. Irma (que no es Irma pero es más Irma que antes) no hace nada pero me mira con un brillo extraño que me incomoda. Empiezo a notar que la oficina es tan igual a la oficina que casi consigue aburrirme. En mi sueño pienso que lo único que falta es que traigan la correspondencia del día y del tedio pasaré al odio profundo.
Las primeras notas que llegaron no tenían demasiada importancia. Simples pedidos de una oficina a otra formulados con la única función de justificar la existencia de quien pregunta y de quien responde. No iba a ser ese un día muy agitado.
A la hora del almuerzo nos juntamos los tres en el escritorio de Irma (que ya es definitivamente Irma) y comentamos mecánicamente las trivialidades de siempre, mientras cada uno come la vianda que trajo de su casa. La escena me resulta aburridamente familiar y, si no fuera porque sé que estoy soñando, juraría que es otro día de trabajo. Mientras saca un poco de ensalada de chauchas de un taper, Irma fija sus ojos en Filicelli y le pregunta si tiene algún problema con sus sobrinos o si es algo más privado, que no quiere ser curiosa pero hace unos días que está muy reservado, como en otra cosa. Y yo que no pero sin disimular la sorpresa porque en realidad esta escena... y ella que si dijo algo malo que la disculpe, que no es porque se quiera meter en su vida pero como hace tanto que trabajan juntos... y yo que no, que no es eso, que lo que pasa es que... y en ese momento pienso que por qué tengo que dar explicaciones en mi sueño, pero ella se ve tan real que casi no sé si... y el gordo que ya va por el tercer sándwich de milanesa y parece fuera de este mundo (o dentro de su panza, lo que es casi lo mismo)... lo que pasa es que hace unos cuantos días que sueño que sueño y en mi sueño me estoy soñando; me sueño vivo y actuando como si fuera un día normal, tan normal que me asusta; ya no hay más fantasía. ¿Por qué lo asusta? preguntó Irma casi por reflejo mientras pensaba que las chauchas estaban demasiado amargas y que esa misma tarde le iba a tirar la bronca a Don Manuel porque le estaba vendiendo una verdura espantosa. ¿No se da cuenta Irma? Estoy empezando a temer estar despierto o dormido, estoy empezando a pensar que si no sueño corro el riesgo de no existir, pero que si existo sólo en sueños tampoco estoy vivo, ¿me entiende?... y las berenjenas, que el desgraciado las puso casi al doble que la semana pasada y encima horribles... perdón, ¿qué decía Filicelli?
El día siguió tranquilo en la oficina, con la excepción de las extrañas reacciones de Filicelli ante cualquier ruido ligeramente fuerte. Reacciones que sus compañeros no conseguían explicarse aunque tampoco les interesaba demasiado.