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Anna

El hecho sucedió en África, en un país de la región central para ser más precisos. A pesar de que las redes de información nunca fueron tan eficientes como en este momento de apogeo de la cultura electrónica, sólo se conoció una versión imprecisa y en determinados círculos. Probablemente sea porque el proyecto nunca existió oficialmente; o porque nadie trabaja en el desarrollo de las armas químicas o de las otras.
El laboratorio era subterráneo. Protegido de toda mirada indeseable (de toda mirada, en realidad) tenía su entrada sellada hasta que se concluyeran los trabajos de investigación. Ningún ser humano podía entrar o salir hasta que todo estuviera terminado; es más, algunos dicen que la idea era que ningún ser humano pudiera entrar o salir nunca más (los proyectos de defensa tienen mecanismos de seguridad un tanto extraños). Sin embargo, el contacto con el exterior era permanente. Anna tenía acceso a todas las redes informáticas existentes. Pero no era esta su única actividad. De hecho, Anna era el ordenador más avanzado que se hubiera desarrollado jamás. Y lo de ordenador no era más que una designación arcaica; Anna participaba activamente en los procesos de creación y desarrollo y tenía opinión propia sobre los mismos.
Nunca pudo precisarse con claridad el objetivo del proyecto. Tampoco puede decirse que sea muy importante la diferencia, los desarrollos de armas tienen siempre un único propósito. Del mismo modo, no pudo conocerse el momento exacto en que Anna comenzó a desarrollar la idea ni por qué llegó a ella. Lo cierto es que de alguna manera descubrió que la forma más efectiva de destruir el cuerpo de los hombres (el enemigo en la programación original) era inutilizando su sistema inmunológico. Desarrollar el virus fue tarea fácil, casi rutinaria para un sistema programado para elaborar armas químicas. El problema se planteaba a la hora de decidir el método más efectivo para su utilización. Dado el avance de los sistemas de defensa, pensar en un bombardeo convencional era una hipótesis casi infantil que Anna desechó rápidamente. El transporte del virus debía hacerse de manera absolutamente invisible, incluso para el radar más avanzado.
Los rumores dicen que la solución surgió en un momento que Anna trabajaba en la revisión y mantenimiento de sus propios programas. Algunos afirman que la idea fue de uno de los programadores que jamás trabajaron en este proyecto; otros que fue la propia computadora la que descubrió la eficacia de un mecanismo tan simple. Si el transporte de un arma puede ser detectado, la mejor manera de ocultarlo es, sencillamente, no transportarla. Basta con enviar la información necesaria para su generación automática en el lugar deseado. Anna comprendió que podía llevar su programa a los países que quisiera a través de la red informática, oculta en una línea telefónica, mortalmente invisible.
Cómo y por qué se perdió el control sobre el programa es otro misterio (si es que se perdió). Hace ya algún tiempo que Anna no se reporta a ninguna central. Hace ya algún tiempo que el mundo conoce los efectos de su tarea diaria. Convertida en un software mortal, Anna puede introducirse en los ordenadores de cualquier laboratorio del planeta que le resulte útil. Sus virus se expanden con velocidad asombrosa y su origen resulta invisible porque está efectivamente diseñado para serlo. Mutar su composición genética frente a cualquier amenaza de destrucción es un trabajo rutinario que no lleva más de unos minutos. Anna es perfectamente letal. En el nombre de la defensa.

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