“And you may ask yourself -Well...How did I get here?”
-Talking Heads, Once in a lifetime-
Llegué a casa e introduje la llave en la cerradura. Había sido un día complicado. Estaba cansado y enojado. El viaje había sido largo, muy largo. Por alguna razón me costaba tener un recuerdo fresco de por dónde había vagado mi mente en el regreso de mi trabajo, pero tenía la oscura sensación de haber salido por un rato de este mundo, como si hubiera dormido todo el trayecto y aún no terminara de despertar. No llegué a hacer girar el tambor cuando me extrañé frente a la puerta. La madera oscura y trabajada, el pomo de bronce, la cerradura pequeña. Esa no era la puerta de mi casa. Quité la llave y retrocedí unos pasos. El pórtico iluminado estaba enmarcado por dos columnas por las que trepaba una Santa Rita. Las flores fucsia contrastaban con el negro de la noche, iluminadas por dos faroles de hierro forjado. El frontispicio tenía un pequeño alero de vidrio esmerilado que protegía a los visitantes de posibles lluvias mientras esperaban que de adentro alguien contestara a sus llamados. A la izquierda de la puerta de entrada, una galería abierta mostraba un sillón mecedora de mimbre y una mesa baja, como si alguien pudiera sentarse a ver pasar el mundo desde un espacio que no era ni adentro ni afuera, ni propio ni ajeno. En la galería se veía una ventana iluminada, a través de la cual una cortina a medio correr permitía espiar un salón pequeño, con un escritorio y una biblioteca cargada de libros. Por un instante miré el conjunto con sorpresa. Decididamente, esa no era mi casa. Instintivamente miré el número en la placa pequeña que había junto a la puerta: 573 Saint Charles Av....Esa era mi dirección. Pero no era mi casa. Era mi dirección, y la llave había entrado en la cerradura sin encontrar resistencia. Pero no era mi casa. Me quedé quieto frente a la puerta, tratando de entender lo que pasaba. Mi cabeza no salía de ese círculo en el que la casa no correspondía con la dirección ni la dirección con la casa. La sensación de cansancio y enojo creció. Pensé en salir de allí y, por primera vez, reparé en la cuadra y el barrio. Era una zona de casas de dos plantas, con frentes importantes. No había más de siete casas por cuadra y todas tenían un estilo parecido al de la que yo contemplaba extrañado. Construcciones de entre cincuenta y cien años, de categoría. Paredes sólidas, carpinterías oscuras, interiores luminosos. Columnas de hierro. Las veredas estaban profusamente arboladas, con castaños de frutos pequeños y peludos, o al menos eso me parecían. El barrio era particularmente tranquilo y silencioso y nada tenía que ver con mi suburbio de risas y olores en las calles, de saludos y charlas circunstanciales que demoraban toda llegada, con excepción de las vías relucientes de lo que debía ser o haber sido un tranvía que surcaban la calle amplia. En nada podía percibirse las horas de bar y cerveza con los amigos que crecieron jugando a la pelota en el mismo potrero, los gritos que venían de la canchita del club sin importar cuál fuera la hora. La casa de Silvina tampoco estaba. ¿Cómo no iba a estar si me pasaba las horas espiando por la ventana para verla pasar y salir justo, para coincidir “casualmente” en la parada del colectivo?. No estaban los viejos con su silla en la vereda. No estaban los chicos en bicicleta. Ese no era mi barrio, pero era mi casa. Volví a introducir la llave en la cerradura y giré despacio, esperando encontrar resistencia. La puerta se abrió sin ningún ruido, dejando ver un pequeño zaguán de recepción. Una llamarada de luz invadió la vereda. Me asusté. Temí que los habitantes de la casa comenzaran a gritar pidiendo auxilio. Temí que me golpearan antes de poder explicarme. Temí que...temí no poder explicarme. Miré la puerta abierta. Escuché el sonido de una televisión y risas de chicos. Eso era familiar, pero la televisión hablaba en inglés, debía ser una película. Miré a ambos lados de la calle. Miré hacia adentro. Entré. La casa era absolutamente desconocida. Era espaciosa, muy espaciosa. Casi tan espaciosa que podría haber contenido cuatro veces a mi casa y todavía quedar lugar. A la izquierda entreví la biblioteca y el escritorio que se observaba desde afuera. Al frente, la sala que parecía una escenografía de película, con baile de príncipes y romance incluido. En ella había una mujer de unos cuarenta años, muy bonita y elegante, sentada en un gran sillón frente a un televisor de plasma que colgaba de un muro. La mujer descansaba sus pies descalzos en una banqueta y apenas giró la cabeza al percibir mi presencia en la puerta de la sala, diciendo -Hola, ¿qué tal tu día? Y volvió a concentrarse en la televisión. Me quedé mudo. No podía contestarle nada. Esa no era mi casa, esa no era mi mujer. Era hermosa, pero no era mi mujer. No tenía las pecas de Silvina, ni su alegría. No tenía la soltura de sus gestos ni el calor de sus caricias. Era hermosa, era elegante, me saludaba, pero no era mi mujer. Avancé unos pasos y traté de empezar a decirle -Disculpe, pero estoy conf... -Si, ya sé, en un rato comemos y te vas a dormir. Mary preparó la cena. Muchas reuniones y mucho trabajo, como siempre, ¿no? Me volví a quedar sin palabras. La miré sorprendido. Ella miraba la tele y me hablaba distraída. En la tele no había una película. Había un noticiero. No estaban César y Mónica. Era la CNN. Un locutor presentaba noticias en inglés. No había subtítulos ni doblaje. No era mi tele, ni mi sillón, ni mi mujer. No era mi casa ni mi barrio. Pero era mi casa, y mi llave abría la puerta, y mi mujer me saludaba al llegar. Guardé silencio. Salí de la sala y subí las escaleras, siguiendo el sonido de las risas de los niños. Mis hijos corrieron a abrazarme cuando me asomé a su puerta. No era su habitación, pero jugaban en ella con absoluta alegría. En las paredes había un banderín de colores extraños e iniciales desconocidas. ¿Dónde estaba el póster de Boca Campeón? Un beisbolista me amenazaba con su bate desde una lámina enmarcada. Un amiguito que yo no conocía jugaba con ellos. El amiguito también me saludó, pero lo hizo en un perfecto inglés que me dejó sin respuesta por un momento. Casi como un autómata le contesté en el mismo idioma. Los chicos siguieron jugando sin prestarme más atención. Para ellos dejé de existir en ese instante. Empecé a recorrer el piso. Había cinco habitaciones. En una, una cama matrimonial con dosel de telas extrañas. En una cómoda una foto mía de jaquee abrazado a la mujer que miraba la tele, sólo que ella en la foto no miraba el noticiero sino que sonreía en su vestido de novia. Junto a ella, varias fotos de mis hijos a distintas edades, con uniformes de colegios y de equipos de béisbol. Eran mis fotos, pero no era mi cuarto. Bajé como un autómata al llamado para la cena. Mis hijos no estaban en el comedor. Sólo esa mujer y yo, y una señorita muy amable que nos servía en silencio. Comimos casi sin hablar. Mi mujer miraba una revista y preguntaba cosas cotidianas. Yo contestaba casi con monosílabos. Ella me contaba cosas sobre su día que yo no entendía, como si estuviera hablando en un idioma extraño. Cuando estábamos terminando el postre se hizo un silencio largo. Entonces levanté la cabeza y la miré a los ojos por primera vez. Eran azules y fríos. Miraban desde lejos y como con desinterés. Le pregunté: - ¿Por qué estamos acá? - ...¿Perdón? - Digo, ¿Por qué estamos acá? ¿Cómo llegamos? ¿Cuándo llegamos? ¿Por quién llegamos? Ella me miró con sorpresa y luego con enojo. Sus pupilas brillaron por un momento. Clavándome unos ojos que hablaban de furias antiguas me dijo: - ¡Hace años que no tenemos una conversación más o menos interesante y en el único rato que podemos hablar me vas a empezar a reprochar cosas! ¿Te das cuenta que con vos no se puede? Y no me vengas con ironías, porque te conozco todos los trucos. ¿Por qué no te dejás de joder y te vas a mirar el básquet en la tele como todas las noches?. Y diciendo esto se levantó del comedor y me dejó solo, callado y perplejo. La vi salir, con sus caderas apretadas y elegantes, tan diferentes del paraíso que prometía Silvina cada vez que se iba. La vi salir y me quedé sentado un rato, mientras retiraban los platos. Esperé un poco ahí sentado y la señorita amable regresó con una taza de té y una sonrisa. Quise repetirle las preguntas que le hiciera a la mujer elegante, pero sólo logré que se riera un poco más y me dijera en un inglés con fuerte acento que yo ya sabía que no entendía castellano. La dejé ir y bajé. Entré al cuarto que se veía desde la calle. Un escritorio señorial con una computadora pequeña, con monitor de cristal líquido. Contra una de las paredes la biblioteca. Libros de derecho, de administración de empresas, de management. Libros de gurúes del marketing en inglés y castellano. Volúmenes con tapas de cuero en colores oscuros, verde, rojo. ¿Dónde estaba Bilbo? ¿Dónde Yañez? ¿Dónde Persio? ¿Dónde los héroes de la colección Robin Hood? ¿Dónde la adolescencia de realismo mágico? Era mi biblioteca pero no eran mis libros. ¿Dónde estaba el sillón junto a la ventana para leer con la luz del sol? Salí y me dirigí al living. Lentamente me recosté en el sillón de la sala, descalzándome. Prendí la tele. ESPN empezaba con el partido del día de la NBA. Me llevó sólo algunos minutos concentrarme en el juego y no pensar. Me llevó casi una vida confundirme y llegar a ningún lugar.
-Talking Heads, Once in a lifetime-
Llegué a casa e introduje la llave en la cerradura. Había sido un día complicado. Estaba cansado y enojado. El viaje había sido largo, muy largo. Por alguna razón me costaba tener un recuerdo fresco de por dónde había vagado mi mente en el regreso de mi trabajo, pero tenía la oscura sensación de haber salido por un rato de este mundo, como si hubiera dormido todo el trayecto y aún no terminara de despertar. No llegué a hacer girar el tambor cuando me extrañé frente a la puerta. La madera oscura y trabajada, el pomo de bronce, la cerradura pequeña. Esa no era la puerta de mi casa. Quité la llave y retrocedí unos pasos. El pórtico iluminado estaba enmarcado por dos columnas por las que trepaba una Santa Rita. Las flores fucsia contrastaban con el negro de la noche, iluminadas por dos faroles de hierro forjado. El frontispicio tenía un pequeño alero de vidrio esmerilado que protegía a los visitantes de posibles lluvias mientras esperaban que de adentro alguien contestara a sus llamados. A la izquierda de la puerta de entrada, una galería abierta mostraba un sillón mecedora de mimbre y una mesa baja, como si alguien pudiera sentarse a ver pasar el mundo desde un espacio que no era ni adentro ni afuera, ni propio ni ajeno. En la galería se veía una ventana iluminada, a través de la cual una cortina a medio correr permitía espiar un salón pequeño, con un escritorio y una biblioteca cargada de libros. Por un instante miré el conjunto con sorpresa. Decididamente, esa no era mi casa. Instintivamente miré el número en la placa pequeña que había junto a la puerta: 573 Saint Charles Av....Esa era mi dirección. Pero no era mi casa. Era mi dirección, y la llave había entrado en la cerradura sin encontrar resistencia. Pero no era mi casa. Me quedé quieto frente a la puerta, tratando de entender lo que pasaba. Mi cabeza no salía de ese círculo en el que la casa no correspondía con la dirección ni la dirección con la casa. La sensación de cansancio y enojo creció. Pensé en salir de allí y, por primera vez, reparé en la cuadra y el barrio. Era una zona de casas de dos plantas, con frentes importantes. No había más de siete casas por cuadra y todas tenían un estilo parecido al de la que yo contemplaba extrañado. Construcciones de entre cincuenta y cien años, de categoría. Paredes sólidas, carpinterías oscuras, interiores luminosos. Columnas de hierro. Las veredas estaban profusamente arboladas, con castaños de frutos pequeños y peludos, o al menos eso me parecían. El barrio era particularmente tranquilo y silencioso y nada tenía que ver con mi suburbio de risas y olores en las calles, de saludos y charlas circunstanciales que demoraban toda llegada, con excepción de las vías relucientes de lo que debía ser o haber sido un tranvía que surcaban la calle amplia. En nada podía percibirse las horas de bar y cerveza con los amigos que crecieron jugando a la pelota en el mismo potrero, los gritos que venían de la canchita del club sin importar cuál fuera la hora. La casa de Silvina tampoco estaba. ¿Cómo no iba a estar si me pasaba las horas espiando por la ventana para verla pasar y salir justo, para coincidir “casualmente” en la parada del colectivo?. No estaban los viejos con su silla en la vereda. No estaban los chicos en bicicleta. Ese no era mi barrio, pero era mi casa. Volví a introducir la llave en la cerradura y giré despacio, esperando encontrar resistencia. La puerta se abrió sin ningún ruido, dejando ver un pequeño zaguán de recepción. Una llamarada de luz invadió la vereda. Me asusté. Temí que los habitantes de la casa comenzaran a gritar pidiendo auxilio. Temí que me golpearan antes de poder explicarme. Temí que...temí no poder explicarme. Miré la puerta abierta. Escuché el sonido de una televisión y risas de chicos. Eso era familiar, pero la televisión hablaba en inglés, debía ser una película. Miré a ambos lados de la calle. Miré hacia adentro. Entré. La casa era absolutamente desconocida. Era espaciosa, muy espaciosa. Casi tan espaciosa que podría haber contenido cuatro veces a mi casa y todavía quedar lugar. A la izquierda entreví la biblioteca y el escritorio que se observaba desde afuera. Al frente, la sala que parecía una escenografía de película, con baile de príncipes y romance incluido. En ella había una mujer de unos cuarenta años, muy bonita y elegante, sentada en un gran sillón frente a un televisor de plasma que colgaba de un muro. La mujer descansaba sus pies descalzos en una banqueta y apenas giró la cabeza al percibir mi presencia en la puerta de la sala, diciendo -Hola, ¿qué tal tu día? Y volvió a concentrarse en la televisión. Me quedé mudo. No podía contestarle nada. Esa no era mi casa, esa no era mi mujer. Era hermosa, pero no era mi mujer. No tenía las pecas de Silvina, ni su alegría. No tenía la soltura de sus gestos ni el calor de sus caricias. Era hermosa, era elegante, me saludaba, pero no era mi mujer. Avancé unos pasos y traté de empezar a decirle -Disculpe, pero estoy conf... -Si, ya sé, en un rato comemos y te vas a dormir. Mary preparó la cena. Muchas reuniones y mucho trabajo, como siempre, ¿no? Me volví a quedar sin palabras. La miré sorprendido. Ella miraba la tele y me hablaba distraída. En la tele no había una película. Había un noticiero. No estaban César y Mónica. Era la CNN. Un locutor presentaba noticias en inglés. No había subtítulos ni doblaje. No era mi tele, ni mi sillón, ni mi mujer. No era mi casa ni mi barrio. Pero era mi casa, y mi llave abría la puerta, y mi mujer me saludaba al llegar. Guardé silencio. Salí de la sala y subí las escaleras, siguiendo el sonido de las risas de los niños. Mis hijos corrieron a abrazarme cuando me asomé a su puerta. No era su habitación, pero jugaban en ella con absoluta alegría. En las paredes había un banderín de colores extraños e iniciales desconocidas. ¿Dónde estaba el póster de Boca Campeón? Un beisbolista me amenazaba con su bate desde una lámina enmarcada. Un amiguito que yo no conocía jugaba con ellos. El amiguito también me saludó, pero lo hizo en un perfecto inglés que me dejó sin respuesta por un momento. Casi como un autómata le contesté en el mismo idioma. Los chicos siguieron jugando sin prestarme más atención. Para ellos dejé de existir en ese instante. Empecé a recorrer el piso. Había cinco habitaciones. En una, una cama matrimonial con dosel de telas extrañas. En una cómoda una foto mía de jaquee abrazado a la mujer que miraba la tele, sólo que ella en la foto no miraba el noticiero sino que sonreía en su vestido de novia. Junto a ella, varias fotos de mis hijos a distintas edades, con uniformes de colegios y de equipos de béisbol. Eran mis fotos, pero no era mi cuarto. Bajé como un autómata al llamado para la cena. Mis hijos no estaban en el comedor. Sólo esa mujer y yo, y una señorita muy amable que nos servía en silencio. Comimos casi sin hablar. Mi mujer miraba una revista y preguntaba cosas cotidianas. Yo contestaba casi con monosílabos. Ella me contaba cosas sobre su día que yo no entendía, como si estuviera hablando en un idioma extraño. Cuando estábamos terminando el postre se hizo un silencio largo. Entonces levanté la cabeza y la miré a los ojos por primera vez. Eran azules y fríos. Miraban desde lejos y como con desinterés. Le pregunté: - ¿Por qué estamos acá? - ...¿Perdón? - Digo, ¿Por qué estamos acá? ¿Cómo llegamos? ¿Cuándo llegamos? ¿Por quién llegamos? Ella me miró con sorpresa y luego con enojo. Sus pupilas brillaron por un momento. Clavándome unos ojos que hablaban de furias antiguas me dijo: - ¡Hace años que no tenemos una conversación más o menos interesante y en el único rato que podemos hablar me vas a empezar a reprochar cosas! ¿Te das cuenta que con vos no se puede? Y no me vengas con ironías, porque te conozco todos los trucos. ¿Por qué no te dejás de joder y te vas a mirar el básquet en la tele como todas las noches?. Y diciendo esto se levantó del comedor y me dejó solo, callado y perplejo. La vi salir, con sus caderas apretadas y elegantes, tan diferentes del paraíso que prometía Silvina cada vez que se iba. La vi salir y me quedé sentado un rato, mientras retiraban los platos. Esperé un poco ahí sentado y la señorita amable regresó con una taza de té y una sonrisa. Quise repetirle las preguntas que le hiciera a la mujer elegante, pero sólo logré que se riera un poco más y me dijera en un inglés con fuerte acento que yo ya sabía que no entendía castellano. La dejé ir y bajé. Entré al cuarto que se veía desde la calle. Un escritorio señorial con una computadora pequeña, con monitor de cristal líquido. Contra una de las paredes la biblioteca. Libros de derecho, de administración de empresas, de management. Libros de gurúes del marketing en inglés y castellano. Volúmenes con tapas de cuero en colores oscuros, verde, rojo. ¿Dónde estaba Bilbo? ¿Dónde Yañez? ¿Dónde Persio? ¿Dónde los héroes de la colección Robin Hood? ¿Dónde la adolescencia de realismo mágico? Era mi biblioteca pero no eran mis libros. ¿Dónde estaba el sillón junto a la ventana para leer con la luz del sol? Salí y me dirigí al living. Lentamente me recosté en el sillón de la sala, descalzándome. Prendí la tele. ESPN empezaba con el partido del día de la NBA. Me llevó sólo algunos minutos concentrarme en el juego y no pensar. Me llevó casi una vida confundirme y llegar a ningún lugar.