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Una anécdota

Nunca fui celoso. Nunca. Nunca pregunté por parejas anteriores o futuras. Nunca me importó el historial ni las miradas furtivas. Siempre pensé que cuando mi pareja circunstancial no estaba conmigo era libre de hacer lo que quisiera. Siempre pensé lo mismo y tal vez por eso tardé en entender. Caminábamos distraídos por Corrientes, riéndonos de nada. Ella brillaba como siempre, envuelta en una remera de hilo y un pantalón florido. Su risa era la mejor manera de salir de este mundo y dejarse llevar por sensaciones más placenteras, recorriendo lugares que sólo cabrían en una escenografía soleada. Cuando sonreía le brillaban los ojos con la promesa de algún pensamiento inquieto; sus dientes blancos y pequeños, sus labios frescos brillando en un contraluz de alegre cursilería. Era la felicidad en cincuenta kilos y vestida de verano. Era la perfección y era mía.
Caminábamos distraídos por Corrientes y entonces nos lo cruzamos. Un gordito intrascendente en jean y zapatillas. Un tipo como cualquier otro, salvo que éste frenó y la miró con una sonrisa extraña, con ojos que decían algo más. Ella lo vio y también dijo algo más que no salió de sus labios. Sólo sonrió y pronunció un chau que sonó a parlamento escrito sólo para mis oídos. Fue como si en ese instante la escenografía que nos rodeaba se destruyera por efecto de alguna explosión silenciosa. Fue como si toda la magia se fuera y la realidad entrara en nuestros sentidos con la sutileza de un elefante en una cristalería. Fue el principio del fin.
-¿Quién era? -pregunté en un gesto desacostumbrado.
-Nadie, una anécdota. –Dijo como si con eso aclarara todo y siguió caminando con su mirada perdida en la “anécdota” que sólo existía en su mente y, por lo que era obvio, en todo su cuerpo y su alma.
-¿Qué anécdota? -insistí como nunca insistía.
No contestó, pero me miró de costado y fue suficiente. Caminó algunos metros y volvió a reírse de temas banales mientras yo me hundía a toda velocidad en la zanja que se abría ante mis pasos.
Tuve que esperar dos días hasta tener algunas horas solo en casa y poder revisar entre sus cosas. Lo hice con cuidado, colocando en su lugar cada objeto que sacaba, manteniendo con rigurosidad el aparente desorden con el que se mezclaban fotos y papeles, buscando algún rastro que me permitiera recuperar la historia.
Después de varias horas de búsqueda me di cuenta de que entre las pocas cosas que había mudado a casa no había traído nada importante, como preparándose para poder huir rápidamente en el preciso instante en que lo necesitara. Ahí comprendí la fragilidad de su permanencia y empecé a tener miedo y bronca: miedo de poder perderla; bronca de que esta posibilidad me importara. Nada de lo que hubiera significado algo en su vida estaba entre esos papeles descuidados, nada que me permitiera saber algo más que lo que ella me había contado en conversaciones deshilachadas y referidas a otros temas, nada de lo que hasta ese día no me había importado.
Lo más saludable hubiera sido olvidarse del tema. Dejarlo en “una anécdota” y seguir como hasta ese momento, pero ya no podía. Por las noches me despertaba y me quedaba mirándola, tratando de leer sus sueños, de escuchar alguna palabra que pronunciara sin barreras que la reprimieran. Empecé a seguirla, ocultándome tras sus pasos como un gavilán al acecho, esperando encontrarla en algún acto incriminatorio para juzgarla, condenarla y ejecutarla en ese preciso instante. Empecé a conocer su vida sin mí y a pensar que esa absoluta normalidad era sólo fingida porque sabía de mis temores, que esa mujer que pasaba varias horas del día en actividades rutinarias no tenía nada que ver con la criatura fascinante que se había mudado conmigo algunos meses atrás; que sólo estaba actuando para disipar mis temores y alejar mi atención de los secretos que atesoraba.
Me di cuenta que así no podía averiguar demasiado y decidí arriesgarme. Tenía que hacer algo y hacerlo pronto.
Su madre estaba tan sorprendida como yo cuando me abrió la puerta. La excusa absurda por la que pasé por su casa sonó tan ridícula en mis oídos como en los suyos, pero igual se sintió encantada de verme otra vez (la segunda en seis meses) aunque ahora no viniera acompañado por su hija y hasta me invitó a tomar una taza de té mientras conversábamos. Me dijo que yo era el primer amigo de Patricia que perdía un rato hablando con ella, lo que me dio pie para meterme de lleno en el asunto. No me costó mucho llevar el tema hacia la infancia y adolescencia de la nena y averiguar sutilmente acerca de sus amistades y compañías. Fue una tarde amable de té y recuerdos...vacíos. Su propia madre conocía tan pocas cosas de su vida que mis temores se convirtieron en demonios que corroían mis órganos en un hormigueo constante. ¿Qué podía ser tan grave que no pudiera confiárselo a nadie?
Fue por esa época cuando empecé a escuchar sus conversaciones. Cada vez que Patricia hablaba por teléfono inventaba algún buen motivo para permanecer en la habitación escuchando sus respuestas e imaginando las preguntas. Empecé a notar que muchas veces repetía deliberadamente el nombre de una amiga para que yo pensara que hablaba con ella cuando en realidad estaba hablando con alguna otra persona. Me di cuenta de que con su carita de ángel tenía impunidad para mentirme con total facilidad, tanta facilidad que si alguien me decía que todo lo que me había contado desde el día que la conocí eran mentiras ya no me sorprendería. Empecé a no confiar en ella.
Un día decidí contarle a un amigo mis sospechas. Su cara ausente, la manera en que insistía con que sólo era mi imaginación trastornada por el calor, su ridiculización permanente de todos los hechos no hicieron más que aumentar mi desazón. ¿Es que acaso él sabía cosas que yo ignoraba? ¿Es posible que todos estuvieran jugando una comedia en la que el único que desconocía el argumento era yo? Discutimos fuerte. No terminamos a trompadas porque él se levantó y se fue un segundo antes, vaya Dios a saber con que gracioso sentido de preservación. Pasaron varios años hasta que volví a verlo. Nunca pudimos volver a ser amigos.
No sé cuándo se me ocurrió la idea. Creo que fue un proceso lento que fue creciendo en mi mente y que un día reventó. Sólo sé que una mañana, mientras preparaba el desayuno comprendí que era la única solución y no dudé un instante. Patricia dormía en nuestra habitación, desparramando sobre una cama que ya no era nuestra cincuenta kilos de incertidumbre que ya no eran míos. Cuidando de no despertarla cerré con llave la puerta de la habitación y le prendí fuego a la casa. Después salí caminando despacio, disfrutando del aire fresco de la mañana.

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